De Lisboa, cubierta de ese promontorio llamado Castillo San Jorge, tengo una cicatriz en un flanco del aliento. Seguramente ya no se vea, y aún así, de aquella muchacha del añejo barrio de Alfama en el que los planos resultan inútiles al instante de orientarse, nos queda un sabor a salitre, sus ojos grandes, brunos - ascuas encendidas -, inundados de agua, cuando esperaba un pequeño paquebote para llevarme al norte, a Viana de Castelo, donde nos aguardaban, a ella el olvido, y a mí un seguir haciendo caminos.
Se sabe: los enamorados quieren a todo primor que su apego se vea mientras su pasión no se comparta. ¿Dónde estará ahora Ana de Aveiro? En visiones la recuerdo al seguir sintiendo el licor de guindas llamado “grihinga” que solíamos tomar, en el último grito de la noche en la Rua Cascais.
Yo he escuchado decir que Lisboa se asemeja a un laberinto, y eso suele suceder con frecuencia cuando uno es sometido al beber ese elixir prodigioso llamado Ribeiro, Carballo o Ferreira, el rey de los aguardientes. Entonces sí, la ciudad, desde la Rua Alecrim arriba hasta llegar a Santa Catarina, se envuelve en un tejido de deseos inverosímiles.
La verdadera urbe de Camoens está en las tascas y los restaurantes con azulejos enmarcados, aún hoy, en las técnicas del siglo XVII, donde comer, beber, jugar a las cartas, discutir de fútbol y hablar mal del gobierno, es ley.
Ya no es la urbe aristocrática y bohemia de “Los Maías”, o la de “El primo Basilio”, grandes novelas de Eça de Queiroz editadas a finales del siglo XIX, sino una ciudad de trabajadores que transitan incansablemente las calles y muelles en busca de sus sueños cotidianos.
En esta metrópoli - nadie sabe con certeza si es atlántica o mediterránea - la opulencia se codea con la pobreza; lo viejo con lo nuevo, lo oculto, con lo sublime y profano, y así, de forma sorprendente, el viajero debe abandonar su voluntad a la belleza e intentar buscarla más allá de las evocaciones envueltas en un melancólico fado.
“Traigo un fado en mi canto / Canto de noche hasta que salga el día /
De mi gente traigo el llanto / Y en mi canto, traigo la Mouraria”.
Al salir de la capital de Portugal nos llevamos otros recuerdos históricos y literarios: doña Inés de Castro, Sá de Miranda y Gil Vicente, Montemor, Migue Toga, Don Enrique el Navegante, Melo y Barbosa, Almedia Garret y Herculano, Carneiro, y Fernando Pessoa, de Andrade y Bento, Virgílio Ferreira, y algo más cerca José Saramago: Todos, unos y otros, envolviendo la tierra lusa como un soplo marino fundido siglos atrás con la bravura de rey Don Sebastián.
Manuel Ferreiro la canta a Lisboa en versos hermosos:
“Blanca, azul, roja, verde, castaño, verde, blanca muy blanca, irresistiblemente alegre y acogedora flotando por el Tajo”