Libros amados

Mal sabría decir que es la literatura en sí misma, a lo máximo que puedo llegar es a sentir en profundidad y recoger de ella los vapores que dan de una u otra manera sentido a mi existencia. Eso nos ha sucedido desde que hemos leído el primer libro y con él llegó un arrebato interior del que no hemos podido apartarnos nunca.

Vendrá la muerte, seremos polvo de estrellas o perenne olvido, y aún así las letras unidas interminablemente unas con otras, nos habrán hecho en cierta manera libres. Suficiente. A   poco más anhelamos.

 

  La humanidad, desde el principio de los tiempos  cuando las primeras moléculas se fueron organizando y abrieron el alba de la vida, ya tenía el germen que millones de años más tarde resurgiría  con las preguntas básicas de nuestro futuro: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?

 

Ahora, tiempo más tarde, en los albores del presente siglo XXI, tan lleno de dudas y miedos, al haber doblegado los átomos y subirlos a la carreta de la muerte convertida en la portadora de la energía nuclear, se nos indica que la base del “alma” humana, o al menos nuestra conciencia del yo, es simplemente el producto de una escueta reacción bioquímica en el cerebro.

 

No  hay duda: la polémica está servida y ahora deberá  responder a ella el pensamiento, sobre todo cuando la creencia religiosa es una hipótesis imposible de  poner a prueba. ¿Con qué parámetro se mide la fe?

 

En el pensamiento del medioevo, el alma era, en realidad, la tradición de la misma filosofía. Hoy hay dudas y ya se habla de que nuestra mente, donde está el “yo”  o ese concepto de “alma”, es una internación de células nerviosas   proyectadas  desde la parte posterior del córtex en el cerebro.

 

Si verdad fuera la teoría de que el alma es  una simple reacción química, el aceptáramos la promesa  de una vida eterna hecha engaño,  nos llevará al  yermo más pavoroso, al saber  que la raza humana no estará sola, sino solísima, y el  “homo erectus”, más tarde el  “homo sapiens”, se hallaría en un  instante de inflexión, en una ruptura comparable a la aparición de la vida en expresión de  Hubert Reeves o   Dominique Simonnet,  cuando narran con la cabeza fría “La historia más bella del mundo”.

 

  Se expone en librito – corto y a la vez hermoso - que el monoteísmo es una invención de Moisés cuando  hace unos 3.400 años, en el monte Sinaí, “inventó” ese Dios único. Maravillosa utopía   alzada  sobre la impasible  tumba.

 

 Al finalizar estas dos cuartillas, casi al alba, antes de vagar entre los sueños o las crudas pesadillas que a nuestra edad ya llegan juntas, hemos leído de nuevo  el capitulo “Sefarad” en el libro del mismo nombre de Antonio Muñoz Molina.

 

El escritor, “Premio Príncipe de Asturias de las Letras” del presente año, hace de las palabras el encanto primoroso de la realidad que lo envuelve, y nos hace repetir la frase de  Sófocles en “Antígona”:

 

“¡Qué maravillas hay en el mundo, pero ninguna es más maravillosa que el hombre!”.

 

En eso creemos.



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