El Tribunal Superior de Justicia de Madrid condenó a la magistrada Coro Cillán a una inhabilitación de quince años por un delito continuado de prevaricación, así como a una multa de 18 meses y un día por una cuota de 15 euros, por haber favorecido a un amigo íntimo al ordenar en el año 2011 el precinto de la discoteca madrileña Moma.
El Tribunal sostiene que dictó varias resoluciones injustas, insostenibles jurídicamente, que no cumplían los mínimos parámetros de motivación.
Además de haber implantado una administración judicial en unos locales respecto a los cuales no pesaba denuncia por la comisión de hechos delictivos sino una mera controversia entre sus titulares, nombró un administrador judicial, “sin debate ni reflexión ninguna”, al que, por una providencia dictada seis días más tarde, asigna una retribución mensual de 18.000 euros.
Además, nombró para otro puesto de administrador a su propio novio, que “pasó a ser administrador único con una retribución mensual de dos mil quinientos euros”.
A pesar de que las decisiones judiciales que no sean de mero impulso procedimental (providencias) deben ser siempre motivadas, es más común de lo deseable el incumplimiento sistemático de esta obligación, olvidándose quienes así actúan de que los jueces deben mostrar ante los justiciables, y ante la sociedad en general, un sólido conocimiento del derecho y una actitud ética adecuada que evidencie que lo aplican correctamente. El sistema actual no admite, al menos teóricamente, un modelo de juez (jueza) activista e incontrolado. La única manera de proporcionar al juez una legitimación democrática que por conducto representativo no posee, es garantizar una previsibilidad en la aplicación del derecho que permita la realización del principio fundamental de seguridad jurídica irrenunciable en cualquier Estado de Derecho.
Sigo el caso que nos ocupa desde hace algún tiempo, y no creo ofender a nadie si afirmo que la jueza y su novio estaban hechos el uno contra el otro, aunque ya escribía el poeta que “amar es hacerse vulnerable”.
Uno de los mayores problemas que puede sufrir un juez es que los sentimientos y/o la pasión le hagan perder el sentido común.
Parafraseando al actual Presidente del Tribunal Constitucional (y con las adaptaciones procedentes al caso), no hay nada más peligroso que poner a una jueza enamorada ante la tesitura de juzgar o favorecer a su amado, la idiotez que a todos nos atenaza en tal situación hace que mostremos una natural querencia hacia la imbecilidad.
A pesar de todo, esperemos que durante este largo retiro se cumpla en la jueza Cillán aquel viejo aforismo que proclama: “A veces hay que perder la cabeza para encontrar el corazón”.