De la película “América, América” de Elia Kazan, siempre nos ha encandilado la mirada ilusionada del joven Karl Rossmann al divisar entre la niebla la Estatua de la Libertad en la bahía de Nueva York.
Esa dama de metal con ojos vacíos, no blandía, como pensaba el armenio, un florete en la mano alzada, sino una antorcha alumbrando a los desheredados llegados de cada rincón de la tierra a las instalaciones de Ellis Island, hoy remozadas y atestadas de turistas, al ser en los albores del siglo XX un rompeolas en el que los sueños se desgarraban en pedazos o se innovaban en una realidad anhelada.
A razón de su origen, el lugar se le llamó “Portal de la esperanza” o “Isla de las lágrimas”.
Walt Whitman, el trovador de la Norteamérica recóndita, al poetizar la fraternidad, el cuerpo humano y su aliento conmovedor, no quiso en sus versos admirables dar la espalda a Ellis Island. Y no lo hizo. Un día, mirando la llegada de una falúa con emigrantes al malecón de la isla, escribió rebosando cadencia entrañable:
“…Buscando lo que todavía no ha sido encontrado, pero donde está todo aquello que hace tanto tiempo empecé a buscar y porque aún no ha sido encontrado”.
En ese tiempo de afanes en pos de una heredad abierta, la epopeya de los apátridas fue deplorable. Suficiente era que a un inspector de emigración no le gustara un rostro o la forma de mirarle, para cerrar a cal y canto la entrada al país de la esperanza.
Los que evidenciaban humillación o presentaban cuerpos hermosos a los agentes disolutos recibían canonjías. De ello pueden hablar los muelles de Brooklyn. En su obra teatral “Panorama desde el puente”, Arthur Miller reflejó ese drama y lo hizo saliva cuajada.
Ahora, igual a ayer, millares de humanos siguen buscando fronteras, abriendo zanjas en un intento desesperado de cruzarlas. La mayoría de esas barreras infranqueables se han convertido en muladares, murallones con púas donde no penetra ni el viento, menos las utopías consoladoras. Llegan de pueblos perdidos sin nada entre las manos; tuberculosas las vacas abandonadas, el agua putrefacta, mientras los surcos de los campos se les hace una desgarradora cesárea sin fruto.
No todos los desplazados salen de sus terruños debido a necesidades paupérrimas. Muchos necesitan respirar, sentir en sus pulmones el aliento de la libertad y encontrar un futuro que sostenga sin ahogos la ilusión de sus hijos.
En alguna parte – creemos recordarlo en la Puerta de Brandeburg en Berlín - , alguien garabateó con alquitrán en una columna: “La libertad es en el cuerpo social lo que la salud para cada individuo. Si el hombre dilapida el vigor ya no disfruta de placer; si la sociedad pierde la libertad, ésta se marchita y llega a desconocer sus genes”.
Los expatriados de todos los rincones del orbe a fe cierta saben de lo que hablamos; conocen los sudarios hechos de arena y viento arrancados al siroco del alma embravecida.