Adiós, Siria..., por el momento

He hecho todo lo posible durante dos años y medio para quedarme en el país. Era importante para mí como escritor que quiere vivir la situación sobre la que escribe, y como intelectual que quiere vivir entre la gente, como la gente a la que pertenece, e intentar comprender su realidad. Quise quedarme no porque haga un trabajo imprescindible, sino porque este es mi lugar del que no puedo prescindir. Quiero ver Siria mientras cambia, después de medio siglo sin verla hacerlo.
Quedarme ha exigido además un gran esfuerzo para evitar caer en las manos criminales del régimen asadiano. Y tras unos dos años de revolución exigió también que dejara Damasco, en la que he vivido un poco más de 12 años, escondido durante los dos últimos. Me dirigí ocultándome hacia Al-Ghoutta, y después, tras unos 100 días, me fui a Raqqa, la ciudad en la que viví mi infancia y adolescencia, y donde viven mis hermanos, o los que me quedan. El viaje a Raqqa fue muy duro, no porque durara 19 horas en los días centrales del verano, y porque estuviera envuelto en peligros, sino porque antes del viaje, y después cuando iba por las distintas etapas del camino, veía cómo se alejaba la última etapa, Raqqa, que había sido ocupada por fuerzas extranjeras: El Estado Islámico de Iraq y Siria, o Da’esh (siglas en árabe), un nombre que parece muy oportuno para un ogro en una de las muchas historias que escuchábamos de pequeños. Unos pocos días antes de salir de Al-Ghoutta, supe que el ogro había secuestrado a mi hermano Ahmad. Y en Al-Rahiba, en la zona de Qalamoun, supe, cuando llamaba para saber de Ahmad, que el ogro había secuestrado a mi hermano Firas también. Era demasiado, y el viaje ya no tenía sentido, pero ya no podía dar marcha atrás. Quería acabar un duro viaje, que aligeraba la compañía de los jóvenes luchadores desertores y un joven amigo cámara que se encargaba de documentar algunos aspectos de nuestro viaje en vídeo. Pero finalizar del viaje ya no era un objetivo personal, y no supondría una alegría especial. He estado dos meses y medio en Raqqa, escondido. No he tenido ni una sola noticia de Firas en todo ese tiempo.
Nada podía ser peor. En vez de llegar a Raqqa jubiloso, vivo escondido en mi ciudad “liberada” después de dos años y medio de revolución. Todo ello mientras los extraños gobiernan la ciudad y la vida de sus habitantes, destruyen una modesta estatua del califa Harun al-Rashid, agreden una iglesia, se adueñan de los bienes públicos, detienen a las personas, y los esconden en sus cárceles, solo si son activistas políticos, pero nunca si son antiguos sirvientes del régimen o shabbiha. Además de esa agresión a las personas, los símbolos y las cosas, no parece que muestren espíritu alguno de la responsabilidad general que se supone que han de tener los que detentan el poder.
Querría haberme quedado en Raqqa el mayor tiempo posible para comprender cómo se desarrollaban las cosas, y para hacerme una idea de los nuevos gobernantes. He sabido algunas cosas útiles, pero no todo lo necesario porque no podía pasear por las calles de la ciudad y escuchar las historias de la gente, mucho menos entrevistar a los emires del Estado Islámico de Iraq y Siria o sus muyahidines.
No pasear por las calles de Raqqa en otoño no es la razón de mi marcha, pero es grande por sí misma. Al inicio de la revolución decía en broma a mis amigos: “Quiero que el régimen sea derrocado para obtener un pasaporte”. Quería un pasaporte para sentirme libre y viajar cuando quisiera. Hoy dejo tras de mí amigos que siguen luchando. Con nuestra presencia en el interior nos hacíamos compañía unos a otros y aumentábamos nuestra resistencia.
No siento amargura, solo un cierto enfado. Soy consciente de que nuestra situación es imposible, pero cada vez que creía comprender algo o alumbrar algo, sentía una leve victoria sobre el monstruo bestial de varias cabezas que quiere que nos quedemos en la oscuridad, que no poseamos la palabra, y que no queramos algo distinto de lo que él quiere.
Lo que más temo ahora es no comprender fuera de Siria, que la situación se me nuble. Podía comprender en Siria, era mi patria. No sé exactamente qué haré en el exilio. Cuántas veces he sentido agobio al oír esa palabra. Me parecía más una broma que hacían los que se quedaban en el país. Hoy quizá su sentido cambie para incluir nuestra ingente experiencia, la experiencia de ser arrancado, de ser refugiado, de la diáspora y la esperanza de retorno.
No sé qué haré, pero soy parte de esta gran salida siria y del deseado retorno sirio. Y si hoy parece más bien un matadero, nuestra patria es lo único que tenemos y sé que no hay país más querido para nosotros que este terrible país.



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