Paradores de la tierra

Aquí y allá, sobre altozanos, mesetas, erguidas crestas, onduladas campiñas, entre la historia larga y fecunda de un país repleto de contrastes, se alzan los Paradores, un farallón interminable de edificios emblemáticos donde turistas sin alforjas han encontrado la vieja fonda convertida en un lugar de remanso.

 

Actualmente, con motivo de la información de que dichas hosterías  están dando demasiadas pérdidas debido a la crisis económica que nos abruma y algunos pudieran ser privatizados, deseo proporcionarles una evocación  de afecto.

 

Un Parador es algo más que un hotel. Su concepción es la hospitalidad llevada al máximo y donde se conjugan, de forma admirable, el buen yantar con las comodidades amplias para el relax y el descanso en unos edificios que  la mayoría  de ellos han sido  en momento puntual parte de la historia nacional.

 

Entre las dos Castillas y León – lo coloco como ejemplo - , sobre pueblos y ciudades repletas de tradiciones milenarias, los albergues de los que hablamos  son posada y fonda de arraigo, lugar en que el confort es solamente una pieza en el engranaje de un servicio de calidad. Si a  esto se le une la bienhechora mesa de productos de la heredad regada con caldos  del lugar, nos encontraremos con un sector hotelero de gran aceptación.

 

En estas rutas uno va penetrando en la esencia primogénita que tiene mucho de celta, romanos y judíos, es decir, una envoltura  cultural y primorosa.

 

Pasar dos noches en el Parador de Segovia con una vista impresionante vista sobre la ciudad, es recordar, a la caída de la tarde, cuando la catedral gótica se ilumina cual luciérnaga de piedra, las palabras del Marqués de Lozoya: “Con las afiladas saetas de los chopos, a los cuales el otoño viste de un oro pálido, se conciertan los chapiteles del Alcázar, los haces de pináculos de la catedral, los finos campanarios esculpidos de las iglesias, las torres de los palacios”.

 

Todo un placer, y aunque el viajero es parco en el vino, sí saboreó, con sacrosanta religiosidad, el olor de los caldos presentados a manos de sumilleres que a lo largo del camino le han ofrecido en restaurantes  y fondas.

 

Al final queda la añoranza y un recóndito agrado. Lo escribió Benjamín Disraeli: “Como todos los grandes viajeros, yo he visto más cosas que las que recuerdo, y recuerdo más cosas de las que he visto.”

 

 Eso suele acontece con frecuencia a la sombra de las evocaciones idas,  cuando comienza uno a disfrutar de aquellos distantes viajes a  los Paradores esplendorosos sobre el paisaje emotivo de la España plural.

 

Hace – probablemente años   – que no paso la noche en ninguno, y no por gusto. Vivir la mayoría del tiempo en las costas del mar Caribe nos alejan de esos remansos de paz.


Evocarlos en este momento de dificultades es un homenaje y un agradecimiento hacia ellos.



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