Teas asesinas

A la joven adolescente de la barriada, un gañan,  - cardo en flor, lluvia o un mal viento -  la dejó fecundada, y ahora lleva ese río de leche cuajada  recorriendo sus venas mientras un calor húmedo, pegadizo, le hace cosquilleos en los ojos cubierto de gruesos lagrimones como si fueran dos teas encendidas  subiendo del bajo vientre.

 

 En más de una ocasión, al franquear a nuestro lado cabizbaja, hemos intentado hablarle, ofrecerle una brizna de consuelo, comentarle  cómo la vida es bella precisamente debido a esas vicisitudes maravillosas que suceden  dentro de la piel de la mujer.

 

Ella a ciencia cierta no sepa que las ilusiones del cotidiano existir pueden  llegar a mano de otros senderos  o en lo más alejado de nosotros mismos, pero crear una hebra de vida, ese pedacito de aleluya, solamente una hembra, cual un díos, puede realizar.

 

Es a todas luces, el milagro de las mil maravillas.

 

 Un trovador de caminos lo cantó  en sonata del alba:

 

 “Sólo un instante más / un momento de reposo en el vientre y otra mujer nos concebirá”.

 

¡Bendita sea la nacencia, el comienzo del amor materno por encima del olvido y  la muerte putrefacta!

 

 La maternidad es el insuperable tesoro que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez la carne azulada en el útero llega de la mano de la fogosidad, no del deseo o el amor compartido, las palabras se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido, esplendor de todo lo creado.

 

 Hay cardos en flor hirientes y penetrantes, otros angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía, el canto matutino de la esperanza,  la  verdadera razón de  la existencia del Creador. 

 

 Albert Camus – se cumple un año más de su angustiosa partida - , ateo creyente: no hay contradicción,  la fe  mueve y se levanta entre complicados vericuetos del espíritu,   veía en las cosas sencillas - la brisa del mar, la claridad del día sobre los tejados de Argel o el vientre redondo de una mujer esperando un hijo - la verdadera causa del ser. A cuenta  de esa cognición  escribió  la esplendorosa novela “El extranjero” teniendo como panel de  fondo la transparencia desgarrada de la esencia materna.

 

  En cierto instante el autor argelino-francés Premio Nobel,  expresó: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de estar”. 

 

Fragmentado ese deseo sobrehumano,  lo más anhelado en  él era ver a su madre leyendo  las páginas en las que expresaba la presencia humilde de ella, ignorante y obstinada en salir de las sombras taladras y cosidas a mano sobre la piel del hijo entrañable, siempre solo y taciturno durante la dura  subsistencia.

 

Tal vez se viva de muchas maneras, pero se recuerda amando.



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