Contar vivencias

¡Ah!, esas ondulantes, sinuosas, conjeturales, maravillosas - asombran siempre – cuartillas en las que la imaginación portentosa del creador levanta mundos  paralelos  iguales a la propia existencia, con  el sólo ahínco de un  espíritu saturado de sortilegios subliminales unas veces, dolientes otras.

 

Contar ficciones es un arte arduo y complicado; escribirlas, también.  Marguerite Yourcenar ha sido sorprendente autora de relatos cortos, algunos muy superiores en  ciertos aspectos a la mayoría de sus celebradas   novelas.

 

En “Cuentos Orientales” y “Cuentos azules”,  libros leídos y releídos  en viajes   y docenas de noches  desveladas, la autora de “Memorias de Adriano”  consigue encumbrar la escritura a una cúspide casi inalcanzable para los demás mortales.

 

Nadie, con menos palabras, ha podido decir tanto. En esa obra narrativa las letras se vuelven música, y la forma  de retratar a los personaje es la misma usada por los grandes maestros de la pintura: pinceladas precisas, directas, en el que el color se hace fogosidad y cada sentimiento, si uno lo toca, vibra, quema, produce heridas.

 

Yourcenar nos lleva, en un recorrido casi místico, por pueblos y ciudades de China a Grecia, de los Balcanes al Japón, de Italia a una salita hablando con su padre.  

 

En cada uno de esos lugares nos invita a penetrar en nobles palacios, visitar mercados, bajar a oscuras cuevas, observar un robo, una pequeña mirada, el andar de un ciego, la sonrisa de un niño, el beso de la amada, las relaciones familiares o la flaccidez de la muerte.

 

En la hermosa jácara “Cómo se salvó Wang-Fó”, el personaje es un anciano  pintor que va plasmando sobre seda o papel de arroz el correr de una existencia sin aparente sentido, pero cuya vida y hasta su propia muerte han sido construidas a partir de sus  pinceladas. Es el reflejo del Supremo - algunas veces inalcanzable, a no ser para unos pocos elegidos de los dioses -    acto de crear a partir de un  níveo papel cuadriculado o una simple tela del mismo color.

 

En “Kali decapitada”, “Nuestra Señora de las Golondrinas” o “La primera noche”, la escritura se vuelve naturaleza diáfana, atributo sin matices, creación más allá de todo contorno humano, al ver a la autora con simplicidad portentosa, tomar en el cuenco  de sus  manos un pequeño puñado de palabras, y teniendo como única ayuda el instinto que simplemente observa,  realizar un trance  excelso cercano a la gestación  materna.

 

En “Diario de un hombre cincuenta años”, Henry James, anota los episodios de un viaje a florida. En uno de sus paseos conoce a la hija de la que fue su amor de juventud y su pretendiente, al verlo intuye, en esa relación, la exacta repetición de su propia historia sentimental y que fuera resulta con una dolorosa ruptura.

 

“Tenía una hija pequeña – le dijo -, y la niña era muy rubia, como la madre;  y madre e hija tenía en mismo nombre: Blanca, y Blanca Salvi era la mujer más en cantadora del mundo. ¿Sabe por qué le dijo todo esto? ¿Porque usted me recuerda a mí mismo cuando la conocí; cuando la amé.”

 

Tanto Marguerite Yourcenar como el neoyorquino Henry James fueron modelos personales de sus propias cadencias amorosas.

 

Lo dice la sapiencia aprendida en los dolientes recuerdos  idos:


 “No hay que ser primer amor de nadie, sino el último”.



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