Tánger

La pasión pederasta en   Truman Capote ha sido una forma de sobrevivir más allá del deseo voluptuoso. Sentía que tener entre los brazos una sonrisa limpia, los ojos claros de un chico  en flor, era seguir existiendo por encima de la anhelada fogosidad.

 

Otros vinieron y crearon una cofradía de alcohol, ardor y lujuria. Sucedió cuando Tánger era abierta a los vientos de la pasión y éstos se envolvían en humos olorosos, fronteras sin códigos morales donde el  pasaporte  únicamente contenía el color azulino de la libertad.

 

En esa época Paul Bowles fue el sumo sacerdote de un culto cuya piedra de las abluciones poseía incrustada la carne de un jovencito de piel canela en  un mar de venas ardientes que el escritor bebía, acompañado de Jane Bowles, su esposa,  hasta la embriaguez plena.

 

Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Cecil Beaton, Gore Vidal y Haro Ibars, desertaron de la posguerra de Europa  y se fueron al encuentro de las etéreas alucinaciones  en   al-Maghreb.

 

Tánger era entonces alquería de apasionados aromas, y sus calles, palacetes, cafés, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia  Alcazaba y esa bajada  hacia la Gran Mezquita camino del  puerto, tenían el  sabor a quif invitando al misticismo.

 

Es historia que algunos de los dramaturgos, artistas o simples sablistas, vinieron a la ciudad en busca de estupefacientes y efebos, más tarde se enamoraron y crearon portentosas páginas de la metrópoli.

 

Si cualquier trotamundo anhela saber más sería suficiente acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo escabroso y en uno de los lugares más desheredados de la Medina: la calle Es Siaghin.

 

La mansión contiene retazos de finales del siglo XVII, y en sus salas, al cuidado del profesor estadounidense Thor H. Kuniholm, se localizan pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores - Paul Bowles dispone de una amplia sala  -  tras haber hecho del Norte de  Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión de un  arte creativo ceñido en desmedidos apasionamientos.

 

En la ciudad predomina el castellano sobre el francés. “Hola, buenos días” se escucha más que “Bonjour” hasta en las angostas callecitas de la Medina, el terminal de autobuses, y en cualquiera de las tiendas o cafés del boulevard Pasteur, lugar  en el que la gente se limita a una sola tarea: observarse unos a otros. Era el pasatiempo favorito de la urbe.

 

El ver y ser visto consentía la esencia primogénita de Tánger.  Durante años, siendo ciudad internacional, una de las runas de sobrevivir era el fisgoneo, una faena bien remunerada entre  los gobiernos aliados o enemigos que allí tenían una red baladí de información.

 

Finalizado el conflicto, el “juego” concluyó, permaneciendo en el ambiente su carácter mundano  venido a menos. En la ciudadela todos se conocían, y si venía un adolorido del conflicto bélico, entraba a engrosar la apostilla típica del correveidile chancero, aunque inofensivo.

 

 Lo expresó el guía la misma mañana de nuestra presencia en Marruecos: “Esta tierra tiene un don sagrado: en ella coexiste la vida moderna con el remoto pasado insondable”.


Nadie que haya estado en este predio  bullicioso podría poner en tela de juicio – si conoció Tánger en su cosmopolita  excelsitud -   esas palabras.



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