Después de visitar Rabat y Marrakech, en ese periplo marroquí realizado tras años de lejanía, el cuero repujado donde incliné mi cabeza, en la casita del zoco en la ciudad de Fez, tendrá aún el sabor de agua de rosas con el que Fátima, día y noche, frotaba sin descanso su cabello negro, sedoso y aromatizado.
Un lapso extenso de nuestra mocedad transcurrió en el Sahara Occidental entre El Aaiún, Mahabes de Escaiquima y Smara, la ciudadela santa de los saharauis y segmento integral del reino.
Tiempos inmemoriales saben que las tribus de esos poblados rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech, y en época del gran Mulay Ismail - originario de los reyes alauitas y descendiente de los Jerifianos del profeta Mahoma - ya se había conseguido una amplia unidad en la región que, habiendo ésta llegado a los confines de los “hombres azules”, dio un sentido de entidad religiosa y política a los distintos clanes del árido territorio.
Cierta atardecida, bajo los palmerales, sentado en tapiz de cabra y camello, en ese instante en el que la luz comienza a menguar, escuché unas estrofas en la voz de Tehar Ben Jelloun, escritor marroquí premio Goncourt, que al presente, habiendo trascurrido incontables olvidos, las recuerdo enlazadas a una cadencia emotiva:
“Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país...”
En cierta época alejada en la distancia, el desierto del Sahara formó parte de mi apretujada necesidad de buscar otros confines.
Aún al presente intuyo estar cimentado de motas de arena, de esa inmensidad que ha moldeado un poco mi carácter, y aunque taciturno, admito ser ya un poco más tolerante.
Si cierro los párpados, retorno a las tierras de piedemonte en el Atlas, mientras el aullante siroco va despertando con el alba detrás de las altas cumbres cubiertas de las primeras nieves.
Hablo de anhelos cortantes dejados en un recodo atiborrado de pedruscos del río seco, zona en que las gacelas, a la caída de la tarde, buscarán la frescura de las primeras brumas del anochecer, mientras el andariego tomaba a sorbos infusiones de hierbas calientes.
Ese olor a té verde lo conozco; todo en mí, hasta las hendiduras de la piel, está impregnado de él.
Pertenezco a la escala de los soñadores de sus propios anhelos, tanto así, que bien sé el significado de caminar volviendo a buscar el viento del desierto, el siroco zigzagueante al encuentro de Smara, la fortaleza de las finalidades enternecedoras.
Miro la cordillera del Atlas, y sé que he estado allí otra vez; era joven, la vida un afluente desbocado corriendo locamente y nada parecía que pudiera tener final.
Actualmente, infinidad de años después, observo los pliegues de esos collados con idéntica mirada. Ellos están igual; uno, cansado. Las esperanzas, antaño efervescentes, son ahora un hilillo tenue que apenas ayuda a ir avanzando, y lo único que me une a la impresionante mole, es esa vaga sensación de que a ninguno de los dos les envuelve la prisa. A eso se le llama vejez en alguna parte; en otros lugares fuera del Sahara, dolencia interior. Mi boca pronuncia una sola encendida palabra: “Estoy adolorido, y aún así, he vivido”.
En pocos días - Alá mediante - tocaré la arena con mis manos, la acercaré a la cara y sentiré la misma sensación que cuando llenaba mi boca de ella y jugaba con mi amigo Mohamed en Mahabes, mientras contábamos las estrellas con la lobreguez de una calma serena.