Uno de los mayores problemas que a nivel global acechan a España (a salvo de los desgarradores dramas individuales y familiares consustanciales al paro) es el del nacionalismo, en particular el catalán.
Es difícil deslindar cuánto hay de verdad y cuánto de representación teatral con argumento económico en la actitud de los responsables políticos catalanes, pero lo cierto es que el problema existe y proyecta la peor imagen de un Gobierno que se ve impotente para ofrecer hacia el exterior una imagen de unidad, con el coste político que ello acarrea.
Karl Popper, a quien recientemente apelaba Vargas Llosa en una reciente entrevista, afirmaba que “Salir de la tribu es el comienzo de la civilización, del progreso, de la adquisición de soberanía. Pero la llamada de la tribu nunca desaparece y, a veces, es muy fuerte. El nacionalismo es un regreso de la tribu, es la abdicación de elegir por uno mismo. Ha habido guerras. Es una tara de la que es difícil librarse. Es terrible que el nacionalismo vuelva a sacar la cabeza”.
Decía Ostrogosky que “las patologías de la democracia se combaten con más democracia”, y en el caso que estamos analizando, nuestro sistema democrático contiene multitud de instrumentos y medidas que están pensadas para salvaguardar la unidad nacional y cuya aplicación escalonada, de menor a mayor intensidad, no debiera generar controversia alguna.
Ahora bien, ¿estará dispuesto nuestro melifluo Presidente a afrontar el problema y utilizar los mecanismos constitucionales para frenar ese fenómeno?
Sinceramente, creemos que no. Nuestro Presidente rinde culto al laissez faire, laissez passer, y así, el problema, lejos de solventarse, se acentúa.
Los nacionalismos solo crecen frente a gobiernos débiles, permisivos, que anteponen su interés al interés nacional.
Debiera tener en cuenta nuestro Presidente aquellas palabras de Churchill en las que sentenciaba: “Un político piensa en las próximas elecciones; un estadista, en las próximas generaciones”. Pero, claro, Churchill era inglés.
Suele recordársele al Presidente catalán que prestó juramento o promesa de respetar la Constitución, pero se olvidan quienes así lo hacen de que el Presidente del Gobierno de España también lo hizo. Ese argumento, por tanto, no es válido.
En honor a la verdad, no sería justo atribuir al actual Presidente, ni siquiera al anterior, toda la responsabilidad sobre este asunto, cuyo caldo de cultivo hay que ubicar -en el pasado inmediato- en los albores de la democracia. Pero de este asunto nos ocuparemos en otro momento.