Parafraseando a Arturo Pérez-Reverte, me siento un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y de mis exiguas aversiones.
A pocos les debo algo; aún así, ubicados esos gestos en la balanza de las gratitudes, el afecto es inmenso.
Los orígenes de mis rebeldías, miedos y dudas, intento encontrarlo en autores profundos y realistas: Homero, Virgilio, Quevedo, Chateaubriand, Stendhal, Conrad, Stefan Zweig, Curzio Malaparte, Mann, Dostoievsky, Turguéniev, Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez, León Tolstoi, Marguerite Yourcenar, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges, Ángel González, Armando Palacios Valdés, Albert Camus, George Steiner y una docena más, siendo esa la cognición de andar a contra corriente.
Nada tengo, nada necesito, solamente mirar la claridad del día; me alimento con el afecto de los míos, pocos y nobles. No soy joven ni viejo: vivo, al ser esta la única realidad. No pienso en la muerte como tragedia irreparable. Desnudo vine a la heredad de mis mayores, y con una simple mortaja partiré hacia las estrellas.
Durante millones de años, convertido en bruma sideral, vagaré por el Cosmos o acaso me reencarne en una flor (de azahar, si posible fuera) en un lejanísimo mundo a trillones de años luz del Planeta azul.
Siento apego hacia este pequeño terruño, y si asumo un compromiso de entrega en estos instantes tormentosos, es con la Venezuela de los valores intrínsecos, perennes e irrompibles, los que hacen grande a una estirpe y la extrapolan muy por encima de los exaltados llegados del más profundo oscurantismo, a implantar la intolerancia, el rencor, la manipulación de las ideas, cortar de cuajo el libre albedrío y convertirnos en eunucos de un régimen alevoso.
Mi única arma es el bolígrafo; mis balines, el pensamiento alado. Mi riqueza material, docenas de libros apiñados en la vereda de Chacaíto, el sancta sanctorum de una existencia abierta a todas las efusiones del espíritu humano.
Rezo cada noche las oraciones que madre me enseñó. En ocasiones visito templos silenciosos y le habló al espíritu de la luz reencarnado en el Cristo de mis antepasados. En ese monólogo, pido solidaridad, libertad y justicia hacia los hombres y mujeres de esta patria de nuestros afanes.
Dios nos da lo que es mejor para nosotros, aunque no podamos advertirlo por anticipado. En eso creo. También en la sonrisa de un niño, la melancolía pensativa del anciano, la luminiscencia de la mañana y la ternura generosa del ser que comparte mis intervalos recónditos, arropa cada una de mis dudas, y es sensible, afectiva y tierna cual requiebro de retama.
Soy - “en el buen sentido de la palabra” al decir del poeta - , un hombre bueno. Tengo errores, no malquerencias furtivas. Quien me busque, me hallará con una rama de laurel entre las manos.