El budismo es la cuarta religión después del cristianismo, el Islam y el hinduismo, con unos 400 millones de seguidores, y –desde hace años - están tentando a Occidente con sus teologías olor a tierra húmeda, lo que preocupa indudablemente a las autoridades católicas y mahometanas en primer lugar, aunque no parezca quitarles el sopor del sueño perene o conformista.
“¿Por qué nos robáis tantas almas?”. La pregunta se la hizo un cardenal al Dalai Lama tibetano. Su Santidad solamente sonrió con expresión apacible. Probablemente en ese mohín esté el gran secreto del budismo, una religión sin dios vigilante. Y añadió:
“Aunque haya religiones diferentes, debido a distintas culturas, lo importante es que todas coincidan en su objetivo principal: ser buena persona y ayudar a los demás”. Al papa Francisco, sin duda, le agrada esa expresión.
A uno, con su cristianismo añejo sobre los doblados hombros, y apegado a las viejas tradiciones de hablarle a Dios en la soledad de un desnudo templo provinciano, y ya perdidos los arrebatos de la primera juventud, se le ha ido apagando la sed inextinguible, cuando nos damos cuenta de que es absurdo ganar en extensión lo que se ha perdido con detenimiento.
Es casi imposible que deje a un lado la religión primaria de mis mayores. Soy un ser de costumbres y, cuanto más pasan los años, más aferrado estoy a ellas. Mi paseo interior por las ideas del príncipe Siddharta, alma del budismo, es con el deseo de saber hasta qué punto la tolerancia - no siempre calmosa - está en alguna parte de nuestro carácter.
Lo que atrae a nuestra neurótica sociedad del budismo es el ofrecimiento de una religión que se preocupa por el bienestar del cuerpo sin sentido de culpa, al mismo tiempo que ofrece una espiritualidad honda.
Ya Jorge Luis Borges – indisolublemente regreso al encuentro del autor de “El informe de Brodie” - había exaltado a Buda porque “no se hizo culpable” de una guerra y enseñó a los hombres la serenidad y la tolerancia.
Leyendo una biografía de Siddharta Gautama, el personaje histórico que se convertiría en Buda al traspasar el “nirvana” – extinción de las raíces del mal (deseo, odio y error) – nos hemos dado cuenta de que ese legado del “gran asceta errante” sigue siendo de manera admirable la moral de millones de personas en todo el mundo, aunque su epicentro se levante en las tierras siempre sorprendentes de India y Nepal.
Hay algo asombroso y complaciente en el budismo: desde su nacimiento no tuvo la necesidad, como otras religiones - judaísmo, cristianismo e islamismo – de librar batallas agotadoras. En primer lugar, al no contener un carácter revolucionario, y lo segundo al haber nacido en una heredad en que los brahmanes no ejercían un poder mundano; quizás esa causa haya definido al budismo como un “sembradío sin caminos”.
Hermosa frase digna de mantener en cada uno de nosotros el siempre fundamental espíritu humanitario.