La cigarrera

Cuentan crónicas medievales – Shakespeare lo ampliaría en sus tragedias  - que los grandes señores de la guerra en  Europa, solían llevar con los arcabuceros y lanceros, una idea de la batalla arrancada de un sueño enfiebrado, un submundo de personajes donde jamás faltaban titiriteros, magos, monjes, bufones, rameras escribas, músicos y buhoneros de  baja calaña.

  Y esto por una razón: Todo conflicto bélico era una puesta en escena, un gran espectáculo multicolor.

 

  Ya en el siglo XVII,  los italianos crearon una “beligerancia” musical y alguien  lo llamó “opus” (obra) cuyo plural latino es ópera, una representación dramática cantada. Y así, tomando un poco del teatro griego clásico, en el que a partir del fuerte contenido del coro ayudaba a las palabras a revestirse deformas alteradas, llegamos a los textos y partituras actuales, cuando  el “bel canto”, con las nuevas técnicas vocales y las diversas escuelas, se terminó convirtiendo en una puesta en escena asombrosa.

 

 Dicho divertimiento cortesano ha servido para llegar entre el romanticismo centroeuropeo de Wagner y Berlioz a las partituras de Georges Bizet, cuya faena más conocida y universal es “Carmen”.

 

 Bizet tejió una música arrebatadora, trágica y romántica. De no ser así, el argumento surgido de la novela de Prosper Mérímée, sería hoy un panfleto  sobre una España  pavonada de charanga. También de algún perdido olé patético tras una verónica rasgada de celos a la orilla del Guadalquivir.

 

El parisino salvó a “Carmen”, la hizo inmortal, y hoy los amantes de la opera  la reverencian  con pasión  casi divinidad.

 

 La cigarrera sevillana es ya un “mito” y cualquier requiebro que se haga con ella, no la hará perder ni un ápice de su grandeza.

 

Considerada desde su estreno como una genialidad,  fue en alguna ocasión representada  de forma bufa, y eso, si cabe,  le hizo más perdurable; y lo dice  un escribidor que contempla las grandes óperas igual a los amores idos: de tarde en tarde y sobre  el recuerdo.

 

  Hace unos cuantos meses,  en Nápoles, en una pausa camino a la isla de Capri,  pude contemplar  a ese especie de genio de la escena llamado Jérôme Savary representando  a Bizet con un montaje trasgresor y polémico, llenando la amplia acción de enanos, toreros y personajes almodovarianos.

 

 No faltaron travestís, tricornios, amores sáficos, rumba, cuernos y manzanilla.  Allí, en el Teatro San Carlos, adosado al Palacio Real, obra del arquitecto Domenico Fontana y frente a la Galería Humberto, Savary resucitaba el mito de la cigarrera con una fórmula escandalosa.

 

El experimento consistía  en una parodia que reinterpreta mordazmente el libreto y la partitura originales. De hecho, Carmen sobrevive a la muerte gracias a un trasplante de corazón y termina enamorándose de Micaela en un garito sevillano de la España franquista. Esos  amores lésbicos  desesperaban a Ernest Hemingway, cuya aparición en la obra sirve de pretexto para socavar otros símbolos que aún pudieran quedar de los tiempos  Trento.

 

 Carmen, la del clavel reventón, ya no lleva la navaja en uno de sus muslos: pervive en el humo de un cigarrillo y en el sonido de ese organillo callejero



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