¿A dónde vamos?

El humanismo nació en Grecia – lo había trazado  Sófocles en “Antígona”: “¡Qué maravillas hay en el mundo, pero ninguna es más extraordinaria que el hombre!”-  y esa cualidad, el orgullo de ser seres humanos, contiene más posibilidades de desarrollo moral y ético que otras  -  tal vez piadosas - esperando  canonjías del  cielo magnánimo y protector.

 

  La humanidad, partiendo del principio de los tiempos,  cuando las primeras moléculas se fueron organizando -no al azar, sino obligadas por  la mecánica de la existencia -  y abrieron al alba el caldo espeso de la vida, ya tenía dentro el germen que millones de años más tarde resurgiría  con las preguntas básicas de nuestro incierto  futuro: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?

 

 Ahora, en los albores  finales de la primera década del presente siglo XXI, tan atiborrado de dudas y miedos,  tras  doblegar los átomos y subirlos a la carreta de la muerte convertida en la portadora de la energía nuclear, se nos anuncia con timbales agnósticos, que la base del “alma” humana, o al menos nuestra conciencia del yo, es meramente el producto de una escueta reacción bioquímica dentro del cerebro.

 

 El estudio en psicología cognitiva, neurología y antropología cultural,  ha revelado, al decir de la investigación, “que la mayoría de los creyentes, sea cual sea su culto, tienen interiorizado un modelo extremadamente antropocéntrico de Dios”. Es decir, no solamente posee una figura humana, “sino que utiliza los mismos procesos de percepción, razonamiento  y motivación que las personas”.

 

Analizando esos razonamientos,  siempre tan polémicos al convocar incertidumbres, aprensiones y creencias, uno, fundido en la doctrina judeocristiana, no ha sabido reaccionar. Y es más: algunos neurocientíficos apuntan que, de confirmarse los experimentos, esa teoría  representaría el más grande triunfo de la ciencia sobre la religión, y las estructuras de la fe, tal como están apuntaladas hoy, se disiparían a la manera del polen  llevado por el aire.

 

 En el pensamiento Pentecostés del medioevo, el alma era, en claro concepto de la  verdad, la tradición venida de la misma filosofía grecorromana.  Ahora hay dudas,  y se habla de que en nuestra mente, ese concepto de “alma”, es una simple internación de células nerviosas,   proyectadas  en la parte  posterior del córtex  cerebral.

 

¿Para qué sirve  entonces  ese Dios? Para resistir, se nos dice, lo que es inhumano e indigno del hombre. Si así es en verdad, nos planteaba el teólogo y jesuita, Joseph Moingt, “¿No será que aún no se escriben las más bellas páginas de la historia de Dios?”.

 

  Siendo  muy niños nos enseñaron un precepto hasta entonces claro:   “Nuestra alma nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.

 

 Si fuera cierta la teoría de que el “espíritu” es  una simple reacción química, y aceptar con ello  que la promesa  de una vida eterna ha sido una artimaña de las religiones, nos llevará al  yermo más espeluznante, y ese día la raza humana no estará sola, sino desolada, y el  “homo erectus”,  convertido en el  “homo sapiens”, comenzará el momento crucial de su inflexión.

 

 El judío Maimónides,  en la Andalucía musulmana, explicaba: “Solo nos es dado discutir lo que Dios no es”.

 

 Droineau por su parte matizó: “El mundo material ha tenido un Curvier, la atmósfera de Newton. Todos conocen, pues, la atracción del mundo material, pero ¿dónde están los  Curvier y los Newton del alma?”

 

 Uno cree, a estas alturas de la empinada existencia, con la misma fe del cenobita  solitario, que el alma es el espejo del universo.



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