Haiti. Isla calcinada

Más que un pedazo de recónditos desasosiegos, barrancos infecundos, lomas hendidas con la otra parte de La Española  - así la bautizó Colón en un arrebato abstraído  - Haití es el patio trasero del olvido. Pocos lo  saben: ese país, el más pobre de América, existe.

 Tiene hambre y vudú, dos combinaciones que cuando se mezclan crean la muerte famélica y los ríos se vuelven venas  de fango podrido.

 

 Tuvo un presidente – gordo, ojos saltones, bruno igual al betún y  noche lóbrega – llamado “Papa Doc”. El convirtió Haití en un erial, pobreza,  ignominia, inestabilidad y frío de expiración cuando la brisa ardiente anunciaba la llegada de su guardia pretoriana, los temibles Tonton Macoute.

 

Nicolás Guillen lo escribió con expresión quejumbrosa: 

 

 “Cáñido  numeroso en Haití bajo la Era Cuadrúpeda. / Ejemplar hallado en el corral presidencial junta a las ruinas silvestres de palacio”.

 

 En el mismo  instante en que los Toton Macoute rugían cual   gorilas   famélicos, la isla mocha  se congelaba, aún cuando  la temperatura superaba los cuarenta grados de calor asfixiante. Era la muerta terrorífica envuelta en machetes, pistolas de fuego, saliva envenenada y sangre coagulada sobre los vientres de parturientas.

 

 Si marchaban sobre las calles,  el mismo polvo  quedaba suspendido en el aire, mientras el  agua se revestía de légamo viendo como hombres y ganado canijo eran tajados en rebanadas.

 

Morir en ese entonces era una liberación. Vivir, un infierno. Más tarde, cuando el dios de los avernos llamó a Papa Duvalier, llegó su hijo Baby Doc, un puñado de carne lasciva, rollizo llanta de Pirrelli.

 

Los sacrificios humanos se hicieron refinados. Los cuchillos refulgentes penetraban en los corazones de una forma excelsa,  superando a los  tablajeros más expertos.

 

Una ráfaga de viento lo volteó del trono. Subió a un avión con sus riquezas, esposa, amantes, hijos, y se posó cual blanca paloma en   París. Francia lo arropó con un manto de impunidad.

 

 La isla mollera quedó a los soplos de una fiesta pagana, donde volvieron los pechos brillantes de la negritud más hermosa y la sonrisa enjabonada sobre dientes de puro nácar.

 

 Todo duró un santiamén. Volvieron  presidentes títeres, lelos unos, con charreteras otros, hasta que un buen día, flaco como espiga de trigo jamás regada, llego, con un soplo de esperanza bajo las axilas,  Jean-Bertrand Arístides. Una noche lo articularon a un aeroplano y lo enviaron al África profunda.

 

  Y retornó la rueda de la muerte y con ella unos de los peores terremotos recordados en el país paupérrimo  dejando miles de muertos y cientos de tullidos, y es que Haití, ahora y siempre, sabe a dolor húmedo, desventura, hambruna yerma.

 

Un  cantante gobierna  ahora en Puerto Príncipe, sus melodías no apagan el apetito ni cortan la miseria sórdida. Solamente en las noches clarísimas hace soñar y esperar lo que nunca llega: la utopía anhelada.

 

Ante tanta amargura,  la pregunta quejumbrosa: ¿Se acuerda alguien de ese pedazo de isla calcinada?



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