Raza de oprimidos

Lo había dicho y tardamos en saberlo: “Morimos nuestra muerte en bosques de eucaliptos gigantes”. Al final lo supimos y solamente atinamos a mirar la bóveda estrellada y la silueta cimbreante de una  piel color caoba.

 

Cuando el poeta escribía se entrelazaba con sus ancestros africanos:

 

“Yo que Krakatoa /  yo que todo mejor que monzón /  yo que a pecho descubierto /  yo que carraspeo como un árgano viejo /  yo que balo mejor que una cloaca  / yo que fuera de gama /  yo que Zambeze frenético o rombo o caníbal”.

 

En las estaciones en que el continente de la negritud era la ensoñación de Dios y sus habitantes guardianes del Paraíso, los blancos, reflejo en carne viva del desalmado Leopoldo III de Bélgica, llegaron sobre océanos brunos con estiletes y pólvora, y ya nada volvió a ser lo mismo.

 

El rimador excelso lo dijo en aquel librito primerizo, “Cuaderno del retorno al país natal”,  con sufrimientos propios: “Soy de la raza de los oprimidos”.

 

Sus versos tallados en cocoteros, ecos venidos de la hondonada de los tiempos,  los  entrelazaba con el sonido del tambor y el contacto con otros poetas de colonias francesas, como el senegalés Léopold Sédar Senghor y el guayanés Léon-Gontran Damas.

 

Toda su existencia fue rebeldía con causa. Profundamente anti-colonialista, no dejó ni un solo momento de poner sus ideas al servicio de la isla amada con  la que cubría  a todos los desposeídos de la tierra.  Imprimió a fuego el término “Negritud”, anudado  más tarde  por Nicolás Guillén en “Sóngoro cosongo”.

 

El conocido “Discurso sobre el colonialismo”  extendió el eco de sus visiones en el Caribe y África, y contribuyó   enormemente a dar a su obra un carácter universal que ya jamás perdió.

 

Siempre entendió la “negritud” como una reacción a la asimilación cultural que imponía la opresión en el planeta. En la defensa de esos valores empeñó  cada instante de su vida, tanto en la literatura, centrada en la poesía, como en su dilatada carrera política.

 

Cuando llegó la hora terminante de su partida, al filo de la noche, rompiendo el silencio envuelto en  hervor de caracolas, Aimé  Césaire se despidió:

 

“El que no me entienda, tampoco entenderá el rugido del tigre. Soy el que canta con la voz aherrojada en el jadeo de los elementos. Es dulce ser nada más que un pedazo de madera, un corcho, una gotita de agua. La poesía nace con el exceso, la desmesura, con la búsqueda acuciada por lo vedado”.

 

Si el viajero acude a la isla Martinica y a la caída de la tarde, o muy temprano en la mañana, coloca su rostro cara al viento amasado de salitre, escuchará  nítidamente a Aimé  Césaire decir que la “negritud” es la voz de Dios acariciando a la raza humana más desposeída.


 Él lo supo siempre,  y con esa aflicción amasó la levadura  de sus versos.



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