Octavillas de mar y tierra

He leído  nuevamente unos poemas de la cubana Dulce María  Loynaz, la cual ha dejado sobre  el aire humedecido jirones de su exilio interior conmovedoramente silencioso:

 

“No, ya no tendré miedo de la tierra, que es fuerte / y maternal; y habrá de acoger mi miseria /  cuando tengan que echarme…”

 

 Murió 1997, solo unos días después de haberse cumplido el cuarenta y cinco aniversario de la publicación de su novela “Jardín”. Yo la recuerdo toda ella con tierna añoranza.

 

 Desde hace tiempo tengo prohibida la entrada en Cuba. Soy  mal visto en los archivos de la policía totalitaria del régimen.

 

No he cometido ninguna trasgresión sangrienta en  esa urbe  de olvidos y congojas, solamente  he intentado   realizar en sus calles y plazoletas asoladas, lo único que sé  hacer en cierta forma: escribir de modo remiso  y un poco disipado por el uso.

 

Estoy despojando mis emociones  como lo hice  la última tarde de mi permanencia  en La Habana, antes de ser detenido frente al Malecón, el paseo marítimo más radiante que ojos humanos pudieran ver.

 

 Una puesta del sol en esa atalaya frente a las olas de las Bahamas y  el océano Atlántico, es saber que el paraíso existe. Y las cárceles también.

 

Al añejo itinerario marítimo  se debe llegar siempre con un manojo de gardenias en las manos, unas hojas de menta, limón verde y una botella de ron blanco  y así festejarlo haciendo  mojito. Si tercia, una guitarra y envolver con ella la rumba, el son, el cha-cha-cha o un bolero de Chucho Valdés en brisa candorosa  con sabor a  salitre.

 

 Sobre esa bahía de todas las quimeras, un pueblo ansía volverse garza y volar, al ser el paseo igual a los versos de Homero Manzi: “Nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.

 

 ¡Cuánta historia humedecida en esa larguísima caminadera donde han germinado demasiadas   pasiones humanas, unas convertidas en fuerza huracanada y otras en vientos, sombras  y olvidos!

 

Hace tiempo,  intentando que la nostalgia no se volviera monotonía agazapada  e indiferencia cubierta de escamas, comencé a rellenar unas octavillas de mar y tierra sobre la historia de esa anchura de piedra y agua viva y cincelada sobre la mirada.

 

Aquella ventana inmensa no era sino una ensenada de luz rodeada de plazas, fortalezas, iglesias y conventos.

 

 El tiempo fidelista no cambió la esencia innata del  Malecón. La metrópoli -  femenina ella  con las eses  de su nombre indígena, Siboneyes – continúa  siendo esencia perdurable sobre un sorbo  de ron azucarado.

 

 Dulce María sabía que los lirios están sujetos a la tierra, asimismo, y lo escribió con  letra menuda, que Cuba es una flor sin raíz.

 



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