En la vida cotidiana, las amenazas de un chulo poligonero a nadie gustan y, generalmente, generan rechazo entre la gente de bien. Si además, esas amenazas se ejecutan, la sangre hierve.
Cuando en el ámbito político nos encontramos con un dirigente fanfarrón y pendenciero se reproducen los escenarios y las sensaciones.
Para reaccionar contra este tipo de conductas, hay dos métodos: ponerse a la altura del individuo en cuestión, lo que obviamente generaría descrédito; o reaccionar a través de los métodos que una sociedad civilizada pone a nuestro alcance, por más que el cuerpo nos pida otras cosas.
Esto último es lo que está haciendo, y muy bien, por cierto, el Gobierno español en el caso de Gibraltar, utilizar medios de presión legales y proporcionados que dificulten las prácticas mafiosas que se habían convertido en habituales en esta anacrónica colonia gobernada por políticos de poca monta y menor sentido.
No se puede contestar a la chulería con “para chulo yo”. Como decía Gandhi “las represalias no son ningún remedio. Sólo sirven para agravar la enfermedad original”.
Ahora bien, la batalla para la recuperación de este sangrante pedazo de tierra está perdida de antemano.
En primer lugar porque el elemento humano afectado, los gibraltareños, son los primeros en oponerse a su conversión en ciudadanos españoles, cuestión, por otro lado, perfectamente comprensible dadas las circunstancias.
Segundo, porque como acertadamente afirmaba el malogrado Archiduque Francisco Fernando de Austria “En principio hay que poner orden en nuestra propia casa y tener detrás de nosotros a todo nuestro pueblo, antes de soñar con una política de expansión”, palabras plenamente aplicables, por más que en el caso de Gibraltar no se trate de “expansión” sino de “recuperación”.
Un país, España, en el que la bandera o el himno son, respectivamente, quemada y pitado, en determinadas partes del territorio presuntamente nacional, no ofrece hacia el exterior la mejor imagen de unidad y fuerza.
El Presidente Lincoln, en un discurso pronunciado el 16 de junio de 1858, proclamaba que “Una cosa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie”.
Más recientemente, Claude Tillier en su obra “Mon oncle Benjamín” manifestaba “quien ha sembrado privilegios recoge revoluciones”.
El propio Gandhi tras reconocer que “Ojo por ojo es una idea que deja ciego al mundo”, ensalzaba la idea de unidad nacional con unas palabras que los políticos españoles deberían tener siempre presentes y poner en marcha las medidas necesarias para hacerlas realidad “Cada hombre debe sacrificarse por su familia, ésta por su pueblo, el pueblo por el distrito, el distrito por la provincia, la provincia por la nación y la nación por todos”.
Difícil tarea en España. El Reino Unido está “unido” (y aquí no hay redundancia), mientras que el Reino de España está desmembrado. Tal es así que son canteras andaluzas las que proporcionan piedra a Gibraltar para que amplíe su superficie ganando terreno al mar.
Ante esta situación sírvanos de ejemplo las palabras pronunciadas por Kennedy en el discurso pronunciado el 20 de enero de 1963 con ocasión de su visita a Berlín “No negociemos nunca por temor, pero no tengamos nunca miedo a negociar”.