Esos manojos de papeles amontonados en las esquinas de la casa ancestral, en sillas o en la gran mesa de caoba anticuada, son hojas de cuadernos llenos de una letra menuda, muy apretada, y si se les llevaba al rostro, olían a romero endulzado con hojuelas de laurel y astillas de roble.
“El romero templa, conforta y salva el cerebro de las pasiones locas,” decía un viejo tratado de alquimia. Unas ramitas bajo la almohada, dar un dormir sosegado.
Ahora miro los pliegos rancios. Toda una larga vida está ahí, entre esa letra desordenada e imperceptible. Abro el balcón y la brisa zángana que esperaba hace tiempo tras los vidrios, penetra ahora suelta, a raudales y alegre. Bienvenida sea.
Los terrados suelen ser atalayas del alma, promontorios donde en noches languidecidas y cubiertas de insomnio, asomamos nuestro cansancio interior. No es nada nuevo, siempre ha sido así en el correr de los tiempos en el largo caminar del ser humano.
Esta noche el balcón se hallaba en brumas y todos los ruidos de la cercana autopista se habían disipado. Pocas veces sucede, pero en esta ocasión se estaba bien allí.
La cercana discoteca de las hijas de Lesbos tenía cerradas ya sus puertas inflamadas de amores lúcidos y excitantes, mientras los alborotados recogelatas de la esquina se fueron disipando dejando en el ambiente placentero el sosiego de la suave calma interior que llegaba a la vereda.
Era la hora clara de la ensoñación y de cerrar los ojos; también el momento de soltar la imaginación delirante y casi casquivana.
Es curioso lo que puede hacer un balcón eremita en medio de las tinieblas de la noche rasgada en sombras. Sobre él van desfilando, para bien o mal, los espíritus que nos atormentan y caminan a nuestro lado en una interminable procesión, cortejo de aleluyas y comedias donde uno al final, es simplemente espectador ante el gran teatro de la existencia mundana.
En esa suelta complicación de aprensiones interiores, no era el momento de leer “El Horla”, el relato maestro y pavoroso de Guy de Maupassant que dormitaba sobre la almohada.
Era mejor creer que nos hallábamos en los campos ondulantes de nuestra desembocada infancia mirando el tiempo desdoblarse ante las confusas y dilatadas evocaciones del aliento primerizo.
Lejos de la ventana hendida se alzaba un campo gris bajo un cielo color plomizo. Era todo lo que cubría los ojos, ahora débiles de tanto mirar sin ver.
En lontananza, los álamos desnudos, el castaño seco, la higuera estéril, las paredes de la casa mantenidas con clavos de aislamientos, se envolvía en luz tenue de luna creciente.
Ya no había nada de obligada retención, estaba quejumbroso y todo eran a razón de ese paisaje trasmontano, casi mustio en la remembranza de la mirada.
Los papeles apretujados continúan allí. Ellos mismos se harán polvo de olvido o sombra pasajera.