La primera ocurrió hace unos días. Sonó el móvil, ese odioso cacharro que tanto tiempo te hace perder, y al otro susurró una voz de mujer, débil y algo triste: "Me he enterado que lo trasladan de parroquia. Tengo algo de dinero ahorrad y quisiera ayudarle porque leo en el periódico que sus parroquias lo necesitan. ¿Comprarme un vestido? ¡Me quemaría! Pienso que hay que dar una mano. Luego aquella voz se apagó en un silencio sonoro.
La segunda historia me la cuenta una camarera del Hotel Ramiro. Hace unos días un señor que viaja por media España se disponía a pagar su café, y la camarera le dijo: "hoy no tiene que pagarme". ¿Qué ocurre, es gratis hoy? No, dijo la camarera, es que ayer se fue usted sin recoger la vuelta. El asombro de mi amigo crecía. "Verá, le dijo la muchacha". Mi compañera me dijo: "No cobres a ese señor que todos los días nos dice: ¡Buenos días con una sonrisa!
La tercera historia es un poco agridulce. Un hombre octogenario viudo que va a un centro de día vecino a la parroquia de S. Francisco. Un buen día, conoció a una mujer de su edad, con cara bonita, sonriente y agradable. Y entre los dos surgió esa chispa que llamamos amor. Y todo fue bien hasta que los ancianos hablaron de casarse. Y la dulzura se acabó cuando los hijos los han separado porque no están dispuestos a la verguenza y al ridiculo. ¿Cómo es posible que un empresario se junte con una mujer corriente?
Son tres historias de mi barrio. Y a mí me han conmovido y emocionado. Porque demuestran que algo funciona en nuestra dolorida raza humana.