Sobre Covadonga podemos fijar la mirada de muchas maneras: patrióticas, religiosas, históricas, contemporáneas. Veamos algunas de ellas.
La primera y más notable es sin duda la relacionada con el primer rey asturiano, Pelayo. En el entorno de Covadonga debió darse un encuentro de mayor o menor intensidad entre las tropas mahometanas y un grupo de asturianos que se oponían a su pretensión de dominio. Ese lance de armas supuso, en primer lugar, un freno a la expansión de los árabes y el islam. En alguna medida, pues, constituye un episodio fundamental en la construcción de la Europa moderna. De forma más inmediata, las consecuencias del choque suponen la gestación del estado o reino asturiano, que, durante más de un siglo, creará su propio arte, crecerá hacia el oeste, el sur y el este, hará nacer el potente foco religioso de Santiago de Compostela y, ulteriormente, verá surgir en su frontera oriental el condado de Castilla, el territorio que constituirá el eje futuro de la política española. La conciencia de esa singularidad histórica de comienzo ex novo la subrayan los asturianos inmediatamente posteriores. Así, la Crónica Pelayana, para la cual los asturianos se habían convertido en el pueblo elegido por Dios («Escoyó Dios Asturies y per tol redol d’Asturies punxo unos montes firmísimos, y ye’l Señor el protector del so pueblu dende entós, agora y mientres el mundu durar»), o el testamento del Rey Casto, que señala que la victoria de Pelayo «defendió enalteciéndolo al pueblo asturiano y cristiano» («asturiano», no otro).
Desde el primer momento, pues, Covadonga presenta la conjunción de lo político y lo religioso, aunque, en la práctica, el significado político del lugar no se tradujese en el boato monumental y la trascendencia social que acompaña a otros centros religiosos de condición excepcional, y menos a los que unen a su carácter religioso una impronta política. Puede, al respecto, percibirse una cierta decepción en las palabras de Ambrosio de Morales durante su visita en 1572 al lugar o recordarse la exclamación del obispo Sanz y Forés en el XIX: «¡Pero esto es Covadonga?». Pues en efecto, es únicamente con Carlos III cuando los ilustrados, embarcados en un proyecto de enaltecimiento de España, comienzan a pensar en dotar a Covadonga de suntuosidad monumental, al tiempo que tratan de convertir en emblema del origen de lo español a Pelayo y Covadonga. Ahora bien, no es hasta el último tramo del XIX, con la restauración canovista —con nuestro Alejandro Pidal y Mon por el medio, así como Roberto Frasinelli y el ya citado Sanz y Forés— cuando se pone en pie la actual basílica y se engrandece el entorno de la cueva.
Pero es que tampoco desde el ámbito estrictamente eclesiástico recibe Covadonga una atención exquisita, pues es solo en 1873, con el papa Pío IX, cuando la diócesis adquiere misa y oficio propios de Nuestra Señora de Covadonga, y es en esa fecha cuando se señala el 8 de septiembre como la de la festividad. También en ese momento se concede la indulgencia plenaria a los fieles que ese día o los ocho siguientes visiten la capilla de la cueva. No debe olvidarse, además, que aun hoy en día, y pese a su conocimiento y significación, Covadonga compite en «popularidad» con muchos otros santuarios locales a lo largo de todo el país, muy notablemente, el propio 8 de septiembre.
Aunque en otro orden de cosas, Covadonga establece a su alrededor otro espacio de sacralidad, el de la sacralidad de la naturaleza, si es que se acepta el concepto, con la creación del primer parque nacional de España.
Ahora bien, al margen de lo antedicho, la célula madre del Reino Astur es asimismo paradigma o espejo de la propia tierra. La incapacidad de hacer de ella un potente emblema de lo colectivo; la desatención que padeció durante tantos siglos; la competencia con otros santuarios locales, tan característica de nuestro fraccionamiento como país, de esa miopía que nos impide ver más allá de nuestro valle o concejo, en lo interior, pero percibir agigantado lo exterior; incluso, en el ámbito medioambiental, el disparate de la ampliación y gestión del parque para seguir discursos foráneos, perjudicando, como consecuencia, a paisanos y vecinos; todo ello es tan asturiano, tan nuestro, que, aunque solo fuese por ello, habría que ver a Covadonga como el más entrañable de nuestros yos.
¿He dicho «la desatención que padeció durante tantos siglos»? He dicho mal, no es únicamente pasado, es presente. Descuidada en los servicios para los visitantes, con una terrible dejadez en los caminos para llegar a ella y en su entorno, convertidas las promesas para su mejora en otras tantas de les «pómpares de xabón» a que la Administración asturiana nos tiene acostumbrados, desaprovechados el santuario y su entorno para nuestra promoción turística o para contentar adecuadamente a los visitantes, hoy mismo el viajero sufre ante ella la decepción de Ambrosio de Morales y podría exclamar las mismas palabras de Sanz y Forés arriba citadas: «¡Pero esto es Covadonga?»
Pues sí, efectivamente, es Asturies.