El iconoclasta Norman Mailer (Long Branch, New Jersey, 31 de enero de 1923 - Nueva York, 10 de noviembre de 2007), aguijón envenenado contra el poder establecido en el ala oeste de la Casa Blanca, y padre del llamado “nuevo periodismo” mucho antes de que lo reinventara Tom Wolf, nos acercó estos días veraniegos en el Levante mediterráneo, a una recopilación de sus reportajes periodísticos titulados “América”.
Niño judío nacido en Brooklyn, nada en su biografía apuntaba hacia el periodismo ni la literatura, y es que la existencia posee resortes bifurcados empujándole a uno hacia contrapuertas insospechadas.
Libro híbrido, en él se usó la técnica de la novela hacia un reporterismo portentoso – destaca la reseña del mítico combate en Zaire entre Muhammad Ali y George Foreman -, aunque en el fondo, o en ciertos matices, hay mucho de sus propias vivencias de boxeador aficionado en tiempos en que hacía insólitos combates con Francis Scott Fitzgerald y Hemingway.
Indivisible, el lugar donde Mailer parecía sentirse más a gusto era dentro de la política, y eso comenzó a partir del día en que fue enviado a cubrir la convención demócrata de 1960, con un John F. Kennedy saliendo burbujeante de la espuma que moldea la gloria.
¿Son reportajes o memorias? Ambas cosas. En algunos momento salta el reportero, otras el escribidor, aunque siempre el acucioso ser indagando más allá de los hechos concisos
André Malraux, el de las “Antimemorias”, discrepaba cuando se preguntaba: “¿Qué libros merecen ser escritos, excepto las memorias? Muchos, por ejemplo “El Quijote” o “El rey Lear”. Ante todo La Biblia, pues es el compendio de los cien mil libros de Dios”.
Gabriel García Márquez, el más universal de los escritores latinoamericanos después de Jorge Luis Borges, cuando presentó el primer volumen de sus memorias con el título “Vivir para contarlo” expresó que había pincelado su vida con escobillas de periodismo y la fuerza de un extraño don interior.
En Bahía de Todos los Santos- tierra del prodigioso realismo mágico - el sumo sacerdote de una religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo entre hojarascas de plátano, Jorge Amado, con el pelo blanco y la comisura de un babalao, solía decir entre taza de café boca abajo, velas retorcidas, tabaco negro bañado en ron, que si un escritor nace sin el “don” de nada valdrá esforzarse.
Gabo es fruto verde de WIilliam Faulkner. Quizás. Uno es un poco de todo lo precedente en la vida, bueno o malo. Nadie es una isla en sí mismo, al decir de Hemingway en “Por quién doblan las campanas”, haciendo uso de una frase del clérigo inglés John Donne.
Norman Mailer lo supo. Alguien apuntaba que, igual a Miguel de Unamuno después del desastre español en Cuba (1898) cuando dijo su famosa frase: “Me duele España”, al autor de “La canción del verdugo”, le lastimaba hasta el tuétano su América del Norte.
Y así, en esta recopilación memoriosa – quizás algo menor que en sus novelas, aún habiendo siendo un portentoso prosista – sentimos cómo los estadounidenses deberían dar gracias al cielo protector por haber tenido esa conciencia punzante, la que ayudó a sacarlos de sus largas y adormecidas modorras.
A la par, en La Albufera de Valencia, entre pinos carrasco, arrozales, patos, espesos cañizales y juncales, el sol se oculta envuelto en jirones de fulgores de luz.