La sexualidad no debería marcar a un ser humano como bueno o malo. Un clérigo gay, si cumple con sus deberes pastorales, entre los que deben resaltar la caridad y el amor al prójimo, será ante los ojos de Dios un buen sacerdote.
A tal causa el Papa Francisco lo acaba de decir saliendo de su viaje a brasil : “¿Quién soy yo para juzgar a una perdona gay?”.
No hace mucho en Inglaterra se produjo un escándalo cuando un obispo se declaró públicamente homosexual. Unos le insultaron y otros le consideraron un héroe de la verdad. Mientras, en España, aún tras el largo tiempo trascurrido desde su publicación, sigue siendo polémico el libro “La vida sexual del clero”.
Posiblemente los hechos presentados fueran aislados; con todo, el sexo no es indiferente al clero, y no lo puede ser por la sencilla razón de que tal deseo nace de la propia esencia de la vida. Los muertos no gozan de apetencias sexuales. Los ángeles tampoco.
Decía Victoria Camps que la santidad no es de este mundo. Le sobra razón. “Si todas las voluntades fueran santas, no habría deberes morales”. Las obligaciones son imposiciones a voluntades que se dejan tentar y seducir por los atractivos del pensamiento. La razón humana no es pura, es sensible.
La mayoría de las religiones se olvidan de la gran esencia del hombre: la carne y su sangre, la vida corriendo por sus venas igual a un río desbocado.
De todos los libros leídos sobre la tragedia sexual de un ser humano, en esa lucha de la carne contra el espíritu, se halla un tomo de Maxence Van Der Meersch, titulado precisamente “La máscara de carne”, y otro de Evelyne Le Garrec: “Mujeres que se aman”.
Los dos, a su manera, son el reflejo de una lucha soterrada por salir del gheto donde los homosexuales han quedado encerrados. Muchos son triturados de la misma forma cruel que está sucediendo estos días en Rusia.
En la actualidad hay más tolerancia – mejor decir justicia - , con todo, “esos comportamientos extraños”, esas llamadas “rarezas de conducta”, siguen estando presentes a la hora de juzgar los actos de las personas.
El grito desgarrador del protagonista de “La máscara...” lo puedo escuchar aún después de muchos años, al sentirse en cada párrafo la confesión de un hombre cuando se aparta con pánico de los seres a los que desearía amar.
Y en medio de tanto padecimiento interior, una sincera confesión:
“Podrido hasta los tuétanos como una carroña, objeto de náuseas para los demás y para sí mismo, sólo Dios podía atreverse con él... Siempre queda Dios. Dios no aborrece jamás al hombre, no siente jamás repugnancia por él”.