Uno de los lectores de este periódico, con ocasión de la publicación del artículo “¿Víctima, irresponsable o canalla?, inserta un comentario crítico sobre nuestra persona – en su mayor parte sería aplicable a cualquier opinador- que queremos aprovechar para reflexionar sobre alguna de las cuestiones que en el mismo se abordan por el indudable interés que revisten.
Vaya de antemano nuestro reconocimiento y agradecimiento genérico –el comentario es anónimo- aunque, como suele ser habitual en estos casos, el interesado incurre en los mismos defectos que achaca a los demás al extender su crítica a aspectos de la vida profesional de quien esto escribe, que claramente desconoce (para no convertir este artículo en una suerte de careo, baste decir -si se puede utilizar como índice para medir la eficacia de un Letrado- que en treinta y cinco años de ejercicio profesional, nunca se ha perdido un pleito).
Dice el comentarista que opinamos sobre lo que no sabemos.
Olvida el comentarista que opinar no es ni dictaminar, ni peritar, ni informar.
Opinar es discurrir o conjeturar sobre las razones o probabilidades referentes a algún acontecimiento, hecho o realidad. Es emitir un juicio subjetivo sobre algo o sobre alguien, con menor grado de evidencia que una certeza. Si alguien dice: “los aviones vuelan”, no está opinando, sino constatando una realidad; ahora bien, si alguien afirma “el BOEING 747 es el mejor avión del mundo”, está emitiendo una opinión personal basada en razones puramente subjetivas.
Dictaminar, peritar o informar, es, por el contrario, emitir una opinión técnica y experta sobre un hecho o una cosa.
Sostener, como hace el comentarista, que para opinar hay que saber, supondría, por alcance, negar este derecho a todos los ciudadanos, y no parece que tal alternativa sea ni democrática ni justa.
¿Para opinar sobre fútbol hay que tener el título de entrenador? ¿Para hacerlo sobre política hay que ser sociólogo o politicólogo? ¿Deberíamos erradicar la denominada “opinión pública”?
No creemos que sea esta la intención del comentarista que, al fin y a la postre, con su comentario, también está emitiendo una opinión.
Dice también el comentarista que escribimos por vanidad.
La vanidad es un sentimiento que, en mayor o menor grado, tenemos todas las personas y, como tal, tiene su lado bueno y su lado malo.
Si la vanidad la asociamos con arrogancia, presunción, envanecimiento, orgullo, es indudable que no es una virtud, sino un defecto.
Ahora bien, si entendemos por vanidad el esfuerzo por avanzar en nuestro desarrollo humano, personal y profesional a fin de mejorar la opinión que los demás tengan de nosotros, ningún reproche cabe hacer.
Como afirmaba Mason Cooley “La vanidad bien alimentada es benévola, una vanidad hambrienta es déspota” o como proclamaba Friedrich Nietzche “El que niega su propia vanidad suele poseerla en forma tan brutal, que debe cerrar los ojos si no quiere despreciarse a sí mismo”.
Por último, el hecho de que el comentario se efectúe a raíz del accidente de Santiago de Compostela, evidencia una relación profesional, familiar o sentimental con el ámbito ferroviario.
Pues bien, nos reafirmamos en nuestro artículo, y aunque todavía no se ha escrito el epílogo de esta historia, todo apunta a que la causa es un error humano gravísimo y culposo –el maquinista reconoce que no sabía en qué tramo se encontraba a pesar de que era perfecto conocedor de la peligrosidad de la curva ya que había realizado el trayecto en sesenta ocasiones- que hace acreedor a quien lo ha cometido de los calificativos más duros al haber traicionado la buena fe de quienes optaron por el tren como medio de transporte más seguro y confiaron en que el maquinista cumpliera su cometido con la seriedad que hubiera demandado tener bajo su responsabilidad la vida de doscientas veinte personas.