Noches de negro satén

Es hermosa la criatura y anda a modo de cervatillo cansado, despacio.  Alguna vez, cuando al despuntar el alba salgo al balcón de la vereda a dejar al sol las dos tortugas ancladas a nuestro lado siendo apenas briznas  de vida, la  jovencita va de regreso a casa a entregarse al último hombre que la envuelve en bruma y reposo: Morfeo.

En Smirna hay un proverbio: “Cuando los dioses nos prueban con un pesar, casi siempre nos destinan una ventura nueva, como compensación”.

 

En la  Grecia tramontana, en una de  las moradas blancas de la isla de Creta, la joven sería una rosa coronada de guindas bebiendo el suave vino de la tierra en los brazos de Cupido.

 

Si su empalidecido  rostro de nácar  cuenta  con veinte primaveras, es mucho. Cuando suspira, y lo hace a escondidas, su mirada  es de un tinte color ceniza. Sumida en gemidos, queda  sola bajo  los desencajados arbolitos tan apretados al corsé de cemento de la calle.

 

 Si pudiera, con espigas de centeno, mirra, miel y azafrán, cubriría su desnudez traslúcida apoyada en la vehemencia de esa exhalación ceñida de soledades y carraspeos dolientes.

 

 Alguna vez, haciendo añicos la pusilanimidad de los años –  ya son muchos y perseverantes -, intento acercarme a ponerle alas a su sonrisa cansada,  a romper con mi presencia  ese suspiro sin aliento. Alguien viene en nuestra ayuda sobre la brisa cansina:

 

“No  escuches pequeña, lo que la gente te dice, / que soy viejo y no soy para ti buena pareja; / ven, todo es mentira, / hay un tibio amanecer digno de un mediodía”.

 

La elegía, escrita sobre pergamino de piel de cabra entre olivos y almendrales en lengua chipriota griega,  si   la escucháramos en su lengua original, sabríamos como Liasidis buscó el amor durante toda su vida por las apretujadas  calles de Salónica y, el día que lo halló, comenzaron  a amortajar su cuerpo con sábanas de lino y aceites aromáticos.

 

 La doncella no sabrá  de esa leyenda; su mundo es la sombra de un cuartucho de hotel, desnudar el cuerpo y deja su miramiento clavado en el techo desconchado de la habitación, lugar en que  el olor penetrante a lavanda impregna las sábanas y rezuma sobre la piel desnuda de su acompañante de ocasión, de quien ignora su nombre y al que en ningún momento, nerviosa y asustada, mirará a los ojos.

 

Con el tiempo diré,  quizás  igual a Cavafis: “De aquellos ojos  ya casi ni me acuerdo. Eran, creo, azules… ¡Ah sí! Azules, un azul de zafiro”.



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