La zona está ahora en calma chicha tras la dura ofensiva de Rusia hace muchos meses atrás; un silencio que Occidente no escucha – tampoco le interesa -, es preferible llevarse bien con el Moscú de Vladímir Putin y mirar hacia otro lado, antes que reconocer la masacre que se ha cernido durante un largo tiempo en esa heredad en zozobra y un futuro siempre incierto.
Entre montañas y llanuras esteparias, haciendo frontera con Europa y Asia, el mar Negro y el Caspio, habiendo dado paso a un océano de trigo, té y girasoles, se alzan las tierras de Caucasia repartidas entre Rusia, Armenia, Azerbaiján y Georgia, cuya historia va de Grecia al Imperio Bizantino y se desmorona en los albores de los años veinte del pasado siglo en manos de la República Socialista Soviética.
Días duros aquellos. Reinaban las sombras de los gulags y Stalin había pintado de sangre las dachas, los corazones, la nieve y los abedules de un inmenso cruce de caminos desde los Cárpatos a los Urales.
La historia, igual a las lágrimas o los amores furtivos, se repite, regresa a sus raíces, y el Cáucaso torna a estar en el principio del fin, al no permitir el Kremlin a un conglomerado de pueblos indómitos, poseer sus propias fronteras.
De esas etnias, la de los chechenios es la más perturbadora. Hace dos décadas estos territorios desencadenaron un brutal enfrentamiento con Moscú, saldado con la casi destrucción de Grozny y la muerte de Dudaiev, su héroe moderno máximo, un ex general ruso que luchó y fue condecorado por su actuación en Afganistán y se había proclamado presidente de Chechenia sin el consentimiento del gobierno ruso.
A partir de entonces, con alguna que otra calma chicha, unos y otros se han venido enfrentando duramente. El pequeño país con grandes reservas de petróleo y una larga tradición de altercados de distinto signo, ha mostrado históricamente su resistencia a ser conquistados, en especial durante el siglo XIX, bajo la batuta del líder musulmán Sahylak Shamil.
Quien conozca la tradición de ese pueblo, sabrá que la misma está escrita con dolencia. Cuando en 1859 el territorio es invadido por sus poderosos vecinos, todos los habitantes emigran. En la Segunda Guerra Mundial, acusados de colaborar con los nazis, son deportados hacia Asia Central. Regresan del exilio en 1957 y, una vez desaparece la antigua Unión Soviética, proclaman su independencia con la oposición total de la actual Rusia.
Si se intenta comprender la idiosincrasia de Chechenia no se debería olvidar algo esencial: esos territorios siempre han mirado más a Turquía y Armenia que a Rusia, y más al Mar Negro que al Caspio, es decir, la antigua y siempre presente historia llamando con un clamor apasionante a sus antiguos hijos.
Uno pudiera decir que en el Cáucaso las fronteras son mojones sangrantes en crestas de macizos rozando el cielo. Y es muy cierto.