Cualquiera que conozca un poco de historia sabe que el clima que se respira hoy contra la política y los políticos no es una novedad. Como el ratón y la ortiga al hombre, las críticas al parlamentarismo deben de ser consustanciales con su existencia. Es más, ha habido períodos en que ese antipoliticismo parlamentarista ha sido una virulenta fiebre en toda Europa, como en las primeras décadas del XX. He dicho «antipoliticismo parlamentarista», pero no antipoliticismo. Porque, efectivamente, las «débiles» democracias coexistían con la admiración popular ante otro tipo de políticas, más expeditivas, «fuertes» y «eficaces»: comunismo y fascismo. El ejemplo más notable en España de esa suma de desprecio por la política de partidos y de extasiamiento ante las soluciones por la vía rápida lo hallamos en la colaboración entre la dictadura de Primo de Rivera y la UGT y el SOMA.
Las críticas a la democracia —y a su única forma de articulación, de una forma u otra, la democracia de partidos— tienen, al margen del comportamiento de los políticos en cada momento histórico concreto, fundamentos variados. De un lado, la inevitable componente de demagogia y populismo que exige toda acción política, pues el instrumento único de ella es el voto y el cauce de este, la ilusión del ciudadano, decirle lo que espera o prometerle lo que quiere (y en el fondo de nuestra crisis hay una parte notable de esta causa). Por otro lado, su lentitud en resolver, lo exasperante de sus procedimientos, los continuos debates que no son más que tomas de posición ante el futuro seducido (digo, votante). De alguna manera, la gente desearía ver todos los problemas sustanciados de un día para otro, las causas resueltas, los debates cerrados, y les ocurre como al rapaz comentador del retablo de Melisenda, en el capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote, que, ante la rapidez con que el rey Marsilio castiga a un infractor (sin más tribunal ni procedimiento que el de su propia persona real y su entender), se manifiesta con satisfacción, diciendo: «y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa, porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba y estése», como entre nosotros.»
A lo que sigue el narrador: «—Niño, niño —dijo con voz alta a esta sazón don Quijote—, seguid vuestra historia en línea recta y no os metáis en las curvas o transversales, que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.» Esto es, la lentitud, las pruebas, los debates, los procedimientos, las reglas: la democracia; todo ello, poco satisfactorio para la pronta «cólera del español sentado».
Algunos de los vectores que caracterizan al movimiento de los del aduar —desprecio por las normas, anhelo por la inmediatez en la ejecución— se parecen a los que hemos citado. Acompaña alguno más, altamente inquietante: la pretensión de erigirse, por sí y ante sí, en poseedores únicos de la verdad y de las soluciones; en detentadores exclusivos de la soberanía. Con voluntad de izquierdas o de derechas, eso no tiene más que un nombre (o dos, pero son dos formas de decir lo mismo).
Pero no es mi voluntad hoy hablar de los del aduar (me ha pedido por telegrama que espere para ello mi trasgu particular, Abrilgüeyu, que se halla en cierto lugar niminoso haciendo un máster con una beca de ampliación de estudios), sino de las reacciones de entusiasmo que ha suscitado en tanta opinión pública, y, especialmente, en tanto columnista y tertuliano, el movimiento aduarino. Se explica parcialmente por las razones arriba dichas, que están siempre presentes en la sociedad, pero también por algunos otros factores específicos de la derecha y la izquierda españolas. En aquella, porque han visto en el movimiento lo que se podría denominar como «compañeros de viaje» en su eterna desconfianza y menosprecio hacia los políticos, el parlamentarismo y los complicados ritos del apareamiento democrático, así como su desprecio por quienes, en general, consideran unos «don nadie», los electos de todos los partidos. En la izquierda, porque el viagra emocional segregado por los pulgones del 15-M, les ha permitido —so capa de defenderlos— volver a paladear el discurso del dulce nectar de «la revolución pendiente». ¡Oh, qué tradicional y encantador país! Cada cierto tiempo, el hormiguero engendra una nueva generación gironiana, que también tiene su revolución pendiente. Y, mira por donde, aggiornamientos aparte, todas ellas pasan por fijar su apetito erótico-revolucionario en la banca y los banqueros, entre otras pulsiones más o menos idénticas.