No soy apegado a las corridas de toros: siento, cara a ese espectáculo, un rechazo quejumbroso, acaso inexplicable y a la vez pasmoso, ante el colorido de la fiesta, la figura de un ser humano - descarnado, y algunas veces seco- cruzando el redondel arenoso envuelto en una seriedad portentosa nacida del miedo y el coraje, ambivalencia que se hace trágica y gloriosa frente a la figura de un animal inmenso, tonel de carne y furia, irascible con causa, al haber sido arrancado de su dehesa y llevado a morir picado de insondables desgarros.
Aún indivisa, esta celebración carpetovetónica contiene un arte estático que infunde a sus creyentes – al ser religión de convicción pagana venida de la Edad del Bronce – emociones indescriptibles.
Su esencia mística, horror sin matices, encierra en sí misma el inconsciente de una raza que ha venido siendo arrastrada desde tiempos brumos, por aquel animal hijo del “bos Tauro” y amansado entre sortilegios al claro de luna, bajo madroños, jaras y encinas, por Iberia, la sacerdotisa adoradora de cuernos votivos.
En cierta ocasión alguien preguntó a un grupo de alegres hombre a la entrada de una venta en la que se celebraba una tienta con motivo de los festejos del pueblo:
- ¿Son ustedes aficionados?
- ¿Nosotros? ¡No!
- Y entonces, ¿por qué vienen a la fiesta?
- Andá. Pues por lo mismo que por la mañana vamos a misa y, por la noche, al baile. ¡Porque estamos en feria, coñe!
Si alguien desea saber más, debería acudir a “Muerte en la tarde” de Ernest Hemingway, el extranjero que mejor conoció los entretelones taurinos, sus submundos tétricos y la propia tragedia del aficionado, con momentos de asombro en la canícula del alma.
Uno era un niño cuando deletreó el nombre Manolete. Nada supe de su vida aunque sí un poco de la envestida cornada. Su madre, Angustias Sánchez, de carácter indómito, cristiana vieja y fiel a los cánones de una creencia pueblerina, casta y renegra, impidiendo con fuerza titánica el amor prohibido de su hijo amado.
En mitad de la querencia apesadumbra, la amante, Lupe Sino. El odio hacia ella de la progenitora del “califa de Córdoba”, es el fuego chamuscando las carnes que ni el mismo viento furioso ululando entre los cerros de olivares espantadizos, fue capaz de cercenar. La malaventura acechaba en la plaza de toros de Linares, en el brocho de un Miura el 29 de agosto de 1947.
Muchos años han trascurrido y el mito revertido en leyenda de Manolete perdura en el recuerdo y nos atrapa entre coleteos de sombras infaustas.
Aquella mala estrella parece reflejarse en los versos de Miguel Hernández:
“Se citaron los dos en la plaza / tal día, y a tal hora, y en tal suerte; / una vida de muerte y una muerte de raza”.
Sobre el torero de tajadura afilada, un lidiador enjuto, su madre hendida, la novia casta y una amante seductora, se levantó un murallón legendario en la Córdoba moruna, esparcido en los meandros de la Alhambra y el perfil humedecido de Sierra Morena.