El reciente golpe de estado en Egipto nos invita a reflexionar acerca de algunas cuestiones relativas a los mismos —sus incitaciones sociales, su justificación— y sobre la valoración que de ellos se hace por la propia sociedad en que se producen o en otras ajenas.
La deposición de Mursi por el ejército, así como acontecimientos recientes como los ocurridos tras el cambio de régimen en Túnez, tienen en común el fracaso de las fuerzas que podríamos llamar «laicas o modernizadoras» —la parte más conspicua de las que salieron a la calle en la llamada «primavera árabe»— para implantar su visión de la sociedad y su programa. La intervención del ejército modificando el resultado de las elecciones una vez que estas entregan el poder a partidos islamistas, partidarios de anular la democracia civil, las libertades individuales y el pluralismo e imponer un régimen más o menos teocrático y alejado de los parámetros que consideramos unidos indisolublemente con la democracia ha ocurrido ya en otras ocasiones, en Argelia, por ejemplo, en 1992. Por otro lado, y más allá de la cuestión de la revocación de los gobiernos elegidos en las urnas, las fuerzas armadas han intervenido en algunos de esos países para intentar un cambio sustancial, en sentido modernizador, por un lado, y en otro, de desligamiento del poder religioso y de fortalecimiento del estado. Los más destacadas y efectivas de esas intervenciones, la de Gamal Abdel Nasser en Egipto, la de Mustafá Kemal Ataturk en Turquía.
En líneas generales esas situaciones tienen mucho en común con lo ocurrido en nuestra sociedad en el siglo XIX: el escaso peso de las fuerzas que pudiéramos llamar modernizadoras (democráticas, independientes de la Iglesia, socializantes) hace que reiteradamente llamen en su auxilio a los militares para imponer sus tesis o reponer el estado de cosas presentes a una situación anterior. Los continuos «pronunciamientos» militares de ese siglo (también desde la derecha) no son más que golpes de estado que tratan de implantar una determinada forma de concebir la sociedad (naturalmente, con sus intereses detrás). Riego, Torrijos, Prim, entre otros, son eslabones de esa cadena, lo mismo que lo son, en sentido contrario o en otro menos definido, Narváez, Serrano, Pavía, Martínez Campos. Al mismo tiempo, se constata que, una y otra vez, la mayoría de la población, a la que se quieren llevar los «regalos» de la separación de la Iglesia, la democracia representativa y la modernización social, es indiferente a todo ello, si no hostil. «El vivan las caenas» que la gente grita sustituyendo a los caballos en el tiro del carruaje de Fernando VII es la estampa más reveladora de la realidad social. Igualmente, y, de modo semejante a lo que ocurre en los países islámicos, la Iglesia tira de los fieles, trata de imponer (directamente, hasta León XIII) sus «prejuicios» en la vida diaria y en la legislación, y predica y conspira contra las autoridades.
(Un breve paréntesis para quienes tratan de justificar la situación política de los países gobernados por el islam o la condición de la mujer en estos comparándola con nuestro pasado: ni la situación de las hembras fue igual, en ningún tiempo, ni ellos andan hoy en burro, sino en reactor, ni construyen los rascacielos con adobe, sino con la ingeniería más moderna, y ello ya por no hablar de la renta de los países con petróleo.)
Con respecto al golpe de estado en Egipto, se han dado dos reacciones fundamentalmente, la de quienes lo han «entendido» o lo han condenado de forma tenue, por juzgar que el gobierno Mursi ponía en cuestión elementos democráticos fundamentales; la de quienes lo han condenado porque, en cualquier caso un golpe de estado —y más, contra un gobierno elegido en las urnas— sería siempre inaceptable. ¿Es esto un axioma incontrovertible? No respondamos. Realicemos un repaso por la historia y veamos lo que piensan otros. Pero, en primer lugar, pongamos un caso extremo. ¿Un golpe de estado contra Adolf Hitler en su día lo tendríamos hoy como inaceptable? Recordemos solamente que el jesuita padre Mariana justificaba en 1599 el tiranicidio (De rege et regis institutione).
Pero, ¿cómo se ven en principio los golpes de Estado? Digamos que, en general, la derecha ve con más comprensión (o con menos indignación) los que tratan de restaurar el orden, si la expresión nos vale para entendernos. Desde la izquierda, por el contrario, aquellos que, al menos en el discurso, se amparan en razones de tipo social o de ideario autoevaluado como progresivo suelen tolerarse o aplaudirse. Actuaciones como la de Pinochet en Chile, Franco en España o Videla en la Argentina han suscitado un rechazo general, enconado y sostenido en el tiempo. En cambio golpes de estado y dictaduras como la de Juan Velasco Alvarado en Perú, por poner un solo ejemplo, no han provocado ninguna reacción digna de mención. Y no digamos ya si los golpes de estado se presentan como «revoluciones», tal el de Fidel Castro o el malhadado intento de golpe preventivo del 34 en Asturies, porque entonces llegan a constituir parte del sustento emocional de gran parte de la izquierda.
Pero aun sin ir tan lejos, hay que recordar que figuras de golpistas —o sublevados—contra dictaduras o a favor de instaurar otro tipo de regímenes, forman o formaron parte del santoral laico de muchas generaciones, en la forma de individuos, como Riego, El Empecinado, Fermín Galán o Torrijos. De modo que no parece que todo el mundo considere o haya considerado inaceptables en absoluto los golpes de estado o las sublevaciones, sino en virtud de los valores que representasen y en función de su proximidad o lejanía a estos.
Esto es, un eco de aquel campoamorino «En este mundo traidor…».