Recoger velas

Esta noche pasada, mientras el viento de secano se arrinconaba en los aleros, volví a releer ese amor pasional de Darley por la enigmática Justine  en “El cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrel. Esa tetralogía la habíamos asimilado en un  pasado otoño lejano, mientras hacíamos un pequeño recorrido en las islas jónicas. Más tarde recalamos en Capri, una isla  malecón en nuestro aliento andariego.

 

 Eran los tiempos de las esperanzas y las aventuras. Los sueños salían a borbotones. Idealizábamos con vivir   en un promontorio como lo hizo el narrador de  la  Alejandría de Kavafi.

 

 Mientras la pequeña barca iba de Castos a Calamos sobre un mar azul, recitábamos de memoria, al ritmo de las olas, los lamentos del joven Darley. Teníamos la sensación de que en cualquier momento llegaríamos al caladero de ese islote...

 

“¡He tenido que venir tan lejos para comprender todo! En esa desolada noche de tinieblas, lejos del polvo calcinado de aquellas tardes de verano, veo al fin que ninguno de nosotros puede ser juzgado por lo ocurrido entonces. La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio”.

 

 Era en parte nuestra misma historia. Dejamos primero la tierra de nuestra “nacencia”, después otros pueblos. Bajamos a Nápoles y los últimos inviernos estuvimos en casa de una ceramista en Argostoli, Cefalonia, la mayor de las islas Jónicas. Los puentes y los arcos nos hablaban de una vieja ciudad esplendorosa. Cuando hacía buen tiempo acudíamos a la playa de Platis Yalos o en las noches de luna llena a las fosas de Lasí. Un extraño fenómeno geológico donde las aguas del mar penetran tierra adentro y desaparecen en las profundidades a través de extrañas y diversas hendiduras. Los lugareños dicen que salen al otro lado de la isla, en Karavomillos, y  ellas más de una pareja de enamorados se han perdido para siempre.

 

 Cefalonia es una isla de contrastes. De ella  tengo recuerdos hermosos. A partir de la aguerrida fortaleza de Asos se divisa siempre un mar lleno de luz y color. Los atardeceres, mirando al golfo de Mirtos con aquellas playas de arena blanca, son inolvidables, se quedan colgadas de la mirada. Partimos con la sensación de ser unos fugitivos, y hoy, muchos años después, lo sigo pensando.

 

 En Paxos, la más pequeña de las islas, estuvimos toda una primavera. La recorrimos varias veces a pie. Está alfombrada de viñas y olivos. Es un jardín florido. El vino claro con sabor a miel. Durante esos días escribí mucho, paseaba cada noche; andando, iba de Dendiatika a Laka, allí, en una casita pintada de marrón y añil estaba Julius y Ana, los yugoslavos (ella rumana) que habían llegado hacía años al encuentro del sosiego y la tranquilidad. A la sombra de los altos pinos levantaron un taller y esculpían piedras. Todo lo que hacían eran rostros de niños y ramas de olivo.

 

 Hoy los recuerdos. Julius cantaba melodías populares, mientras Ana lo acompañaba con una vieja guitarra. Aprendieron con nosotros una copla, aquella que habla de la “hora del último sol” y como la amada de nuestros  sueños se asoma a  la mirada. 

 

 ¿Y por qué estas cultas? Estoy presintiendo que el tiempo, el gran inquisidor, en palabras de Marguerite Yourcenar, nos va deshojando la vida y lanzando sus pétalos al mar.


 Es hora de recoger velas.  



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