El libreto más duro

 Muchos jóvenes bien preparados han tomado la decisión, ante la crisis económica lacerante, de salir de esta España nuestra en pos de un futuro mejor, sin abandonar la esperanza del regreso cuando la situación mejore.

 

Siendo el cronista un  ausente casi permanente  “del éxodo y el llanto”  en palabras de León Felipe, no le aconsejaría a nadie dejar atrás la tierra de sus mayores, la esencia primogénita  y dividir la existencia en dos mitades abismalmente dolorosas.

 

Se  emigra a causa de diversas razones, aunque casi siempre en pos de mejoras estables.

 

Docenas de personas, al sentir  que se les cortan sus anhelos,  parten con lo puesto igual a  gaviotas sin destino. No les importa el lugar al necesitar a toda costa comenzar a vivir de nuevo. Muchos, ya en la edad cansina, no podrán  irse nunca, se quedarán varados en las esquinas  de pueblos y ciudades convertidos en sombras, brumas y olvidos abatidos.

 

La existencia es un drama que alguna vez se convierte en comedia bufa, sainete o tragedia, y en  toda esa puesta en escena, la emigración  sigue siendo el libreto más duro de aprender. Sabe  a salitre, noches cuajadas y ventoleras  en rinconeras de anhelos inalcanzables.

 

Machado (don Antonio) lo cinceló en versos traslúcidos: “Ligeros de equipaje, desnudos como los hijos de la mar”. 

 

De olvidos conocemos mucho, y de desmembradas esperanzas poseemos insondables heridas recubiertas de yodo para  impedir que se sigan abriendo.

 

 Uno es emigrante de profesión y oficio  y sabe bien de lo que habla. Casi  una vida entera buscando una costa donde reposar la cabeza.

 

Finalizado el segundo conflicto armado, la mitad de la vieja Europa, para sobrevivir, remontando los años cincuenta, debió enviar a miles de mujeres, niños y hombres, cruzando el embravecido océano Atlántico, a los países latinoamericanos y así hacer frente a la tragedia de la posguerra, cimentada en hambre y hondas pesadumbres cuajadas en miedos y llantos.

 

De esta oleada, Argentina, Brasil, Chile, México, Cuba, Venezuela y Estados Unidos recibieron un crisol humanístico de una solidez incalculable. Unieron sus valores con los forjados a lo largo de los siglos en los conventos, universidades y cortes o gobiernos del añejo continente. Nueva sangre mezclada con muchas otras,  y siempre ahí, imperecedera, endiosada madre de las raíces insondables, de las expectativas anheladas.

 

El poeta Juan Gelman matizó ese sedimento al saber bien de que hablaba su corazón amortajado: “Te amo, patria, y me amas. En ese amor quemamos imperfecciones, vidas”.

 

Y uno, siempre expatriado desde los mismos albores de la existencia, escribió con letra menuda y faltas  gramaticales las primaras estrofas del desterrado:

 

“Que no vendré por el monte, que no vendré por el mar, me he muerto en tierras lejas y nunca podré ya regresar. Ojos tristes de mi vida, cuanto tenéis que llorar.”.


El cuco y la calandria se apretaban en el nido. También los árboles de la quintana o el barrio destartalado de cartones, plásticos y papeles, pudieran como nadie borronear la historia de los emigrantes retornados con heridas hasta en el cielo de la boca.



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