«Salveos Dios, ducado de a dos, que Monsieur de Chièvres no topó con vos.»
La política de crecimiento monetario de los bancos centrales y de endeudamiento de los estados con el fin de estimular, en un caso, la economía, de estimularla y mantener los servicios del estado del bienestar en otro es siempre una política discutible. Puede tener efectos positivos coyunturales, y aun ser estrictamente necesaria en momentos de grave crisis. En sentido contrario, se ha venido señalando recientemente, por ejemplo, cómo a partir de un cierto nivel de endeudamiento el crecimiento económico se hace imposible. Se ha apuntado igualmente que el continuo aumento del dinero puesto en circulación por los bancos centrales en los últimos años no ha tenido afectos apreciables en la productividad de la economía real. Digamos que, en general, toda política de endeudamiento que no tenga la vocación de limitarse en el tiempo y en el volumen, para devolver en lapso razonable el equilibrio a las cuentas es una política que genera inflación y paro a medio o largo plazo.
Pero no es de esa cuestión de la que ahora queremos hablar, sino de los efectos negativos que sobre el ahorro y el producto histórico acumulado tienen las actuales políticas de endeudamiento creciente de los estados y su conversión de forma indirecta en moneda por los bancos centrales, así como la atribución al dinero de valores ficticios de tipo bajo, casi cercano al cero.
Se podría decir que existen dos tipos de dinero: el «dinero histórico», fruto del trabajo acumulado de individuos y sociedades, y el «dinero eventual o dinero cábala», aquel que, puesto en circulación directamente o indirectamente por los bancos centrales o, a través de la deuda, por los gobiernos, espera ser convertido algún día en «dinero histórico», como fruto del trabajo social futuro. Ahora bien, es evidente que la presencia en el quehacer económico de este segundo tipo de dinero distorsiona a la baja el valor del «dinero histórico», tiene, frente a él, el mismo efecto que un proceso inflacionario. Por decirlo así, y por trasladarnos a las épocas en que el valor de la moneda venía representada por la aleación del oro o la plata que contenía, el «dinero inventado» actúa al modo y manera como actuaban las reacuñaciones o las rebajas en la aleación, lo que causaba la pérdida de valor adquisitivo para los propietarios de las nuevas monedas.
Pero esa distorsión del valor del «dinero histórico» o «dinero trabajo histórico» —siempre un bien limitado, como todos— no la produce únicamente el aumento injustificado de moneda en circulación (por la vía de crédito, deuda o impresión de papel), sino que la producen, asimismo, las decisiones de los bancos centrales sobre el coste del dinero que prestan, valor que solo ellos —monopolistas de la emisión y fuente última del crédito—pueden establecer, lo que realizan en virtud de una decisión política arbitraria. Y es que esa decisión, aunque pudiese estar justificada por algunas razones coyunturales económicas o fiduciarias, ni responde ni al valor del bien (estimado al margen de cualquier parámetro de mercado) ni siquiera tiene por qué responder a un contravalor objetivo (así, en un ejemplo extremo pero histórico, se pueden llegar a emitir belarminos, cuyo valor, por más que el emisor, el Consejo Soberano de Asturies y León, le atribuyese alguno, era cero).
De ese modo, el dinero producto del trabajo y del esfuerzo, el dinero ahorrado y guardado, sufre un ataque semejante a las antiguas pérdidas de ley en la aleación. Si a ello le sumamos, además, las disposiciones actuales del Banco de España para limitar la remuneración de los depósitos, la escasa retribución por el ahorro, las crecientes subidas de impuestos a las que se suman disposiciones recaudatorias de algunas autonomías, nos encontramos con que el dinero fruto del trabajo no solo está devaluado con respecto a su potencial rentabilidad en un mercado no intervenido, sino que, incluso, es castigado con rentabilidades cercanas a cero o negativas (de ahí la entrega, en su día, de tantas personas a las llamadas «preferentes»).
Mas no termina ahí la cosa. No es descartable que, como fruto de la burbuja inflacionaria de la deuda y su monetarización, esto es, de la hipertrofia del «dinero inventado o cábala», asistamos en el futuro a quiebras y quitas parciales. Esas quiebras y quitas no afectarían solo a inversores institucionales, a bancos o a tenedores corporativos (en último término, asimismo, a todos nosotros) de la deuda, sino que, como ya ha ocurrido recientemente en Chipre, tendrían su efecto confiscatorio, sobre el «dinero trabajo», esto es, sobre las cuentas corrientes de los ciudadanos, o, lo que es lo mismo, expropiando una parte, en el mejor de los casos, del fruto de su esfuerzo a lo largo de su vida o de la de sus antepasados. Y no piense el ciudadano que únicamente tiene en el banco tres mil o diez mil euros que eso solo les ocurrirá a «los ricos»: los ricos de verdad suelen tener más ñeros que uno, y, por otro lado, el argayu puede llegar hasta el fondo del barranco, dependerá del agua que caiga.
Como ven, todo ello no son más que variables modernas de la Ley de Gresham: la moneda mala o ficticia despoja de su valor a la buena o, en el caso más drástico, la aniquila.
Ya sé que la fe es inasequible a la evidencia, pero no estaría de más que los economistas y filósofos del «burru cagarriales» le diesen un par de vueltas a estas consideraciones, a fin de tratar de entender por qué en determinados países los ciudadanos abominan de las políticas inflacionarias expansivas y se niegan a poner en riesgo su «dinero trabajo», a unir el destino del mismo —de su misma historia personal— a decisiones políticas y económicas entusiastas del «dinero eventual o dinero apunte en el azar».