En 1945, en el diseño del multilateralismo democrático basado en "los pueblos" (ONU), la igual dignidad de todos los seres humanos y los principios democráticos (UNESCO), había dos palabras "clave" para la gobernación mundial: compartir y cooperación.
Compartir no sólo bienes materiales: la solidaridad debía ser también "intelectual y moral".
Era un enfoque que incluía a todos y a todo. Por eso se hablaba de "co-operación" (co-operare, trabajar juntos) La cooperación internacional tenía que conducir a un desarrollo integral, endógeno, sostenible y humano... y era una referencia atractiva e ilusionante para muchas personas, especialmente jóvenes. Trabajar juntos para un mundo mejor.
Los inmensos caudales requeridos por la carrera armamentista entre las dos superpotencias impidieron durante varias décadas la realización práctica de aquel formidable proyecto internacional. Cuando el imperio soviético se desmoronó, sin una gota de sangre -vale la pena repetirlo- parecía llegado el momento de la justicia social, de la corrección de tantas asimetrías y desigualdades, de tantos sufrimientos y precariedades.
Fue entonces cuando, de pronto, se dejó de pensar en todos y se pensó en unos cuantos; se debilitó el Estado-Nación; se sustituyó la democracia a escala mundial, representada por las Naciones Unidas, por grupos de los países más ricos de la tierra (plutocracia, oligocracia). Y los valores por las leyes del mercado. Y compartir por acumular. Y cooperación por competición.
En lugar de trabajar juntos, competir.
En lugar de ser solidarios, competitivos.
En lugar de todos, unos vencedores, otros derrotados.
Cooperación, entonces, con horizontes luminosos.
Competitividad, ahora, con horizontes sombríos.
Cooperación, competitividad: ¡el valor de las palabras!