Todos mis amigos curas que han cumplido los 60 años, saben que ser cura es algo imposible, aunque también sea algo maravilloso. ¿Quién habrá que se acostumbre a decir misa o no tiemble cuando escucha una confesión? Y que las parroquias, los niños, los jóvenes, los ancianos nos los dejan para que la gracia de Dios cure las heridas de ese barro quebradizo que es cada ser humano. Y cuando vivimos ese sacerdocio de Cristo ningún cura se siente desgraciado.
Hoy, no es frecuente que un cura hable en público de su felicidad, precisamente, como sacerdote. Y, sin embargo, el número de curas felices es mayor que el de desgraciados. A estas alturas de la vida cualquier cura sabe que la felicidad no depende del chupeteo de una vida cómoda, sino de las cicatrices que surgen de la entrega a los feligreses. Y que al sacerdocio solo lo ensucia la tristeza. Lo pulveriza el afán de poder o el dinero. Lo reconstruye la oración. Y se mejora siempre que uno se despoja de "su" arrogancia.
En la historia personal de cada cura hay que reconocer, que el enemigo no lo tenemos fuera, está dentro de nosotros, y no por los fracasos, sino por estar "de vuelta" por creer que todo está perdido. "Somos palillos de romero seco". Pero la gente tiene derecho a que los curas seamos sacerdotes pie a tierra, sencillos, para que nadie vea a Dios ni a la vida como un vaso de ricino. ¿O es que nuestro sacerdocio lo tenemos para contagiar divisiones y no para repartir panecillos de amor?