El. 'sietemesín' de Soraya

 

El Gobierno ha aprobado la denominada “Reforma de las Administraciones Públicas”, propuesta por la Comisión del mismo nombre (CORA), que pretende actuar sobre la Administración pública española reduciendo duplicidades y organismos de dudosa utilidad.

El documento, que como en ocasiones anteriores recibe un nombre que alude a su creador, promotor, ejecutor, etcétera, se ha venido en denominar “el hijo de Soraya”, quizá para reconocer el esfuerzo y empeño que la Vicepresidenta Primera del Gobierno puso en su materialización.

Nosotros, con todo el respeto para la Vicepresidenta Primera del Gobierno, creemos más apropiado a su contenido denominarlo “el sietemesín de Soraya”, apelando para ello a nuestra lengua, tan sonoramente delicada y a la vez expresiva. Obvio es decir que este apelativo se usa sin ningún ánimo peyorativo.

Hablamos de “sietemesín” en el sentido de que la vida de este nuevo vástago va a ser complicada y no va a estar exenta de dificultades para que se desarrolle y pueda llegar a valerse por sí mismo.

La pretensión contenida en el documento de eliminar entidades públicas estatales y autonómicas no deja de ser un brindis al sol, una utopía inalcanzable.

 

Hay crisis, pero “en” la Administración, no “de” la Administración. La Administración como persona jurídica que gestiona los intereses generales sigue siendo una estructura válida. Lo que le sobra es el tejido adiposo.

La creación de fórmulas organizativas en el ámbito del sector público que, pese a perseguir fines de interés general, tienen personalidad privada o que, aun ostentando la condición de organismos públicos, se rigen en mayor o menor medida por el derecho privado, ha sido bautizada por la doctrina con el nombre de “huida del derecho administrativo”, expresión a la que algún autor ha añadido “huida del derecho administrativo, del presupuesto y de los controles financieros”.

 

Este nombre ya apunta la importancia del problema. Si el derecho administrativo ha sido creado para regular las relaciones de la Administración, sea con otras administraciones, sea con los particulares, para garantizar con ello el respeto al principio de legalidad, la pretensión de “huir del derecho administrativo” pone bien a las claras de manifiesto intenciones aviesas de eludir controles y patrimonializar la actuación de esos entes. De ahí que en el debate político se les denomine “chiringuitos”.

En el lenguaje administrativo también se les conoce como “entes fugitivos”: organismos autónomos, entidades públicas empresariales, entes públicos, agencias, consorcios, fundaciones, otras instituciones sin ánimo de lucro, sociedades mercantiles, fondos sin personalidad jurídica...

 

En todos ellos hay dos notas comunes: una parte de la legislación administrativa deja de aplicarse y en todos se crea una Administración a escala (gerente, jefe de personal, jefe de administración, jefe de los servicios jurídicos, jefe de contabilidad, jefe de prensa, intervención y, en ocasiones, algún auxiliar administrativo).

Si hiciéramos un examen de las personas empleadas en estos entes fugitivos, tendríamos la sensación de estar redactando la esquela de un ser querido: cónyuges, hijos, cuñados, sobrinos y demás familia.

En estos chiringuitos se da cobijo también a correligionarios del partido que no han obtenido escaño o lo han perdido y a todo tipo de compromisos, sean de la vida política, sean de la vida profesional o laboral.

 

La propia Vicepresidenta Primera del Gobierno reconoce, quizá inconscientemente, esta situación al afirmar que, extraída la última gota de sangre de los ciudadanos, llega la hora del sacrificio para los políticos.

Vano empeño. Los entes fugitivos, junto con los partidos políticos a través del personal eventual, se han convertido en la mayor empresa familiar del país. Confiar en que los propios políticos van a emular a Abraham sacrificando a sus hijos nos hace pensar que la Vicepresidenta Primera del Gobierno todavía cree en los Reyes Mayos.

 

Ni con todo el Pelargón del mundo va a conseguir Soraya que su hijo administrativo alcance la madurez. Aunque ella lleva grabada a fuego ­-según afirmó en alguna ocasión- aquella máxima de Víctor Hugo plasmada en su obra A propósito de Skakespeare “Todo poder es deber”, debiera recordar también aquella otra de Jacques Benigne Bossuet: “La política es un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir”.

Lamentablemente, en España está muy arraigada la idea expandida por Pío Cabanillas desde su tierra natal de que “la recomendación es el derecho constitucional de los gallegos”, y donde no llega esta máxima impera otra de no menor arraigo: “La caridad bien entendida empieza por uno mismo”.

 

 



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