Las letras de hoy son una pavana sobre una ciudad, un canto melodioso a Nueva York, esa urbe que inventó Manhattan o viceversa.
Yo amé ese conglomerado de avenidas, plazas, puentes y agua, a primera vista y fue un flechazo mutuo.
Ya no era joven y había en mí el cansancio que imprime todo regreso cuando uno huye de los punzonazos del aliento lacerado. La conocí andando, pisando sus cuadras, camuflado entre el vapor de los conductos subterráneos y los resplandores grises y amarillos de esas fachadas rasgadas por el Art Déco.
Fue Henry Miller quien lo dijo: “Nueva York... rascacielos, comida, carteles, trabajo, crímenes, amores... Una ciudad entera construida sobre un pozo abierto en la nada”.
Tom Wolfe - “El periodismo canalla y otros artículos” - reflejó mi propia impresión al penetrar en ella en un pequeño aeroplano.
Llegaba desde Newaek. Sobrevolé la estatua de la Libertad y Ellis Island, la estación de inmigración cuya marea humana terminaría formando, como pensó Walt Whitman, “no solamente una nación, sino una abundante nación de naciones”.
En la isla de Manhattan los rascacielos estaban tan apretujados que hasta se notaba su masa, su asombroso peso.
¡Cuántos millones de personas de todo el mundo anhelaban ir a ese islote, entrar en los rascacielos, caminar en sus calles estrechas!
Allí estaba la urbe que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma, Paris o Londres.
Tenía una cierta idea de la metrópoli a cuenta de las viejas películas en blanco y negro con policías y ladrones, cuyo final terminaba siempre difuminado sobre Broadway o un cuarto deprimente en la calle 42, en el que su única ventana daba sobre un anunció de whisky, mientras el protagonista concluía besando los carnosos labios de una mujer de cabellos rubio platino.
Al final, sin haber entrado jamás al hall del Hotel Plaza, o en los bares Algonquin o el St. Regis en pos de las sombras y las graciosas conquistas de Andy Warhol, Gore Vidal, Truman Capote o Monty Cliff, nos enredamos en las palabras de Le Corbusier, cuya arquitectura, sin saberlo, fue pura creación manhattiana: “Cien veces he pensado que Nueva York es una catástrofe, y cincuenta veces que es una bella catástrofe”.
Entre estas calles, ahora adormecidas en su doliente letargo, mientras el cardenal rojo, el ave emblemática del Central Park, se ha escondido de terror y los pequeños halcones adaptados a la ciudad no salen de sus nidos escondidos en los grandes rascacielos.
Es ruidoso sin duda ese lugar, con infinidad de olores, pleno de colorido, una bien llamada “jungla de asfalto”, donde los sueños parecen tener su propia vida y algunos de ellos se pueden realizar simplemente caminando.
El en Central Park, la tórtola triste, el diminuto gorrión, el arrendajo azul y los patos silvestres como el ánade y la malvasía cariblanca, aves que no emigran en ninguna época del año, se preparan a tejer sus nidos, entre las ramas de los magnolios y cerezos mustios.
John Dos Passos lo ha dicho: “... las grandes burbujas del crepúsculo que ascienden desde la hierba... se inflan entre las grandes casas grises como dientes muertos, alrededor del parque, y estallan en el índigo cielo”.