Hace días – o tal vez semanas prendidas en sueños furtivos - que intentamos leer abandonados libros y es imposible conseguirlo con calma.
Abrimos un libro al azar, posamos los ojos sobre unas líneas, manoseamos sus páginas y volvemos a cerrarlo. Demasiadas evocaciones sobre los manojos de hierba creciendo libremente en las macetas del balcón… y sobre los afectos amorosos que se han ido envueltos en brumas y pesadumbres.
De todo lo vivido – y quizás tal vez haya sido mucho - nos queda una brizna de escozor; las más, aflicciones que el tiempo ayuda a disipar y solamente deja, nítidos y palpables, los momentos buenos. Nos acordamos más fácilmente de los instantes agradables que de los acongojados.
Los recuerdos llegan al compás de la primera brisa veraniega y con ella los sentimientos encontrados.
¿En qué ciudad un rostro de muchacha en madrigal nos lanzó una sonrisa y, al hacerlo, cerró el balcón tras una hilera de altos tilos? ¿En Esmirna, cerca de la playa donde Homero imaginó a Ulises? Se hace Imposible recordarlo. Posiblemente sucedió en Capri, bajando el promontorio hacia la Torre de Tiberio, o doblando un muro de piedra en el Puerto de Marina Grande. Ahora no estamos seguros. Todo es igual a espejos reflejando una acuarela inundada de vaho convertido en desaliento.
Con los años, ya es más reconfortante guarnecerse en el balcón de la vereda, lugar de las congojas amortajadas. En sus paredes color ocre, entre añejos libros conocedores de nuestras cuitas, el poema de William Wordsworth se abre a un nidal de resonancias enclaustradas, dejándonos una sensación de afinidad recóndita y la certeza de haber vivido al compás macerado, los latidos del corazón.
“Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, / que en mi juventud me deslumbraba; / aunque ya nada pueda devolver / la hora del esplendor en la hierba / de la gloria en las flores, / no hay que afligirse. / Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”.
En el poema hay melancolía, y a su vez una enorme esperanza en las médulas del espíritu evocador.
Ya es verano y al campo y a los paseos de las playas anchas e inmensas, han salido en desbandada igual a golondrinas oscuras las veteranas bicicletas al encuentro de nuevos o antiguos amores que renacen o mueren en cada canícula.
Los antaños compañeros de vino, palabras, trovas y madrigales, se disiparon al vaivén de los caminos sin retorno. Ahora, sobre las tapias desconchadas cercanas al mar Mediterráneo, perduran remembranzas que el tiempo apasionante convirtió en bruma y cal.
La brisa con saborcillo a salitre inflamado, nos vuelve a traer recuerdos aún no disipados: es como si la subsistencia o la alegría interior – un poco asediada - , nos llamara a pisar la arena brillante, el rompiente agua y a contemplar la desnudez hermosa de las jóvenes muchachas en flor.
Ha llegado la estación del verano y con ella risueñas evocaciones sobre la piel rasgada. El sol invita al sosiego y la calma entre las dunas de El Saler, y la playa de levantina de Malvarrosa nos recuerda que aún subsistimos.
Hablaremos con ardor como Violeta Parra: “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”.