Hace unos años, la consorte de uno de los miembros integrantes de lo que los medios han venido a calificar como jueces mediáticos, escribía un libro, no exento de polémica, titulado “La soledad del juzgador”, en el que describía las reflexiones, emociones, vivencias, vicisitudes y penurias por las que había atravesado su marido como presidente del tribunal que juzgó el 11-M.
“Mutatis mutandis”, el juez Castro va camino de hacer acopio de materia literaria suficiente para intentar un “remake” de tal publicación.
De ser jaleado por las masas, de ir de la mano del fiscal y de la Agencia Tributaria, se ha quedado literalmente solo en su intento de imputar a la infanta Cristina por delito fiscal. Ciertamente, todavía hay algún medio que nutre su parrilla de programas sensacionalistas, que lo sigue animando a seguir empuñando la espada de la venganza social.
La Fiscalía no ve delito, la Agencia Tributaria, tampoco: ¿”quo vadis”, juez Castro?
¿Va a sustituir su papel de instructor por el de acusador?
El juez Castro tuvo su momento para imputar. Inexplicablemente, no lo hizo, y al momento actual el arroz ya se pasó, de tal manera que no es momento de invitar a nuevos comensales, so pena de que el anfitrión quede en mal lugar.
Un juez tiene la obligación de conocer el momento en que debe actuar, y ese momento no puede ser ni pretempestivo ni extemporáneo. Superada la tempestividad, la acción suele estar condenada al fracaso.
Dicen los medios que el juez Castro se siente humillado y ofendido.
No es bueno para la instrucción actuar en esas condiciones. Como acertadamente articularon Romboli y Panizza, entre la independencia y la imparcialidad del juez se da una relación similar a la existente entre “una serie de cajas chinas en la que hay una más grande, que es la de la independencia externa, luego otra más pequeña, la de la independencia interna, y una aún más pequeña, que es la de la imparcialidad. Todas tienden a la persecución y a la realización del valor que representa el núcleo esencial contenido en las cajas, que es precisamente la libertad del juez en el momento del juicio”.
Pero un uso adecuado de esa libertad impide al juez toda posibilidad de subrogarse en el cometido de la acusación. El juez debe adoptar una posición de pasividad total que impide que se alinee con una de las partes, normalmente con la acusación.
El juez, como afirma Iacoviello, debe ser la boca que pronuncia la ley en condiciones sociales e ideológicas neutras.
No parece que un juez desairado por la Audiencia en un asunto de tanta repercusión pública sea el adecuado para seguir con la instrucción.
En todo caso, a la vista de este y otros acontecimientos judiciales recientes, sería bueno que en la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial se contemplara algún tipo de responsabilidad para aquellos jueces que dictan autos de imputación sin la necesaria motivación y que son posteriormente desautorizados por la Audiencia e incluso revocados por el propio juez.
La judicatura es la única instancia pública a la que se le permite actuar con ligereza, sin motivación y con perjuicio para terceros sin asumir por ello ningún tipo de responsabilidad.
Entre tanto se adopta algún tipo de medida, el juez Castro siempre tendrá el consuelo de escribir su agridulce experiencia. Recomendamos que le ponga por título “La amarga guinda del pastel”.