Llegué tarde en la noche a la morada; rompí, como hace tiempo no hacía, la pesadumbre cotidiana. Había vuelto a caminar al encuentro de la esquina del sobado café, escondrijo en que tantas veces nos llegó la madrugada recordando versos arrancados a Rainer María Rilke, y recitándole al italiano vendedor de tabaco “Mi padre el inmigrante”, de Vicente Gerbasi, mientras el camarero napolitano venido de la “isola” de Capri saboreaba el largo poema sintiendo un ahogo en la saliva.
“Aquí la noche deja los juncales / con sangrientos reflejos, / con ondas purpurinas en penumbra / y escamas aceradas. / Un profundo combate / hiere cuerpos perdidos en las sombras”.
Ahora, casi al alba, el bulevar está mustio. Únicamente las palmeras del “Callejón de la Puñalada” siguen igual a silentes centinelas de un pasado hecho bruma; aún allí, en alguna parte, deben estar los juramentos de amor sempiterno sobre la carne macerada de las mujeres de la alta noche, palomillas consentidoras.
En uno de los muros, el tiempo y la humedad no han podido borrar – con tanta fuerza se taladraron – las estrofas del alejandrino Cavafis:
“Lo único que me salva, / como durable belleza, como perfume que se adhiere a mi carne, es esto Tamides, / el más exquisito de los jóvenes, fue mío durante dos años, / completamente mío y no por una casa o una villa en el Nilo”.
No hubo duda ni sonrojo: la mano que cinceló esas palabras amaba a un joven efebo ardoroso y seguía los pasos de Estratón de Sardes en “La musa de los muchachos”, una especie de corte de los milagros en que la libertad anhelada seguía siendo una quimera perdida.
En ese paseo cabalgué sobre la pasión y la querencia furtiva: unas mujeres me han estimado, a otras las amé con paranoia. Hoy, a algunas de ellas las recuerdo con nostalgia; la mayoría se volvieron bruma, olvido y, a su manera, cada una fue dejando aposentos de cicatrices en la hendidura de nuestra piel desgajada.
Los antaños compañeros de vino, palabras, trovas y flores, se disiparon al vaivén de los caminos. Ahora, sobre las tapias desconchadas, aún perduran remembranzas alicaídas, epitafios que el tiempo que estremece convirtieron en brumal y cal:
“Tengo pena y alegría, / tengo dos males a un tiempo; / cuando la pena me mata / la alegría me da aliento”.
No muy lejos, tras la persiana, comienza a llegar la luz cansina de una nueva jornada, y el narrador de estas cuitas mohínas la aguarda sin aprensión.