Oficio humanizado

Veo cine de tarde en tarde, e igual a  muchos errantes de mi generación - los de la  posguerra española, el estraperlo  y la anarquía de ideas -  en una época de temor doliente varados en la soledad de Xanadú con “Ciudadano Kane,  “Casablanca”, “Ladrón de bicicletas”, “El Acorazado Potemkin”, “La quimera de Oro”, “Esplendor en la hierba”  y acaso “¡Qué bello es vivir!”.

 

Pasaron demasiadas nostalgias, lecturas desordenadas, amores baldíos, hasta la llegada del hombre que según Gore Vidal sabía hacer de verdad cine de autor, dos o tres en toda la historia del llamado Séptimo Arte.

 

Ese genio se llamaba Ingmar Bergman y era sueco: del país de las brumas, el frío, la nevisca y las noches blancas.

 

Su arte ha sido fundamentalmente humano al abordar en sus  filmes  un universo de problemas fundamentales, como la incomunicación del hombre y la mujer, la soledad, Dios o la muerte.

 

Dos obras maestras incrustadas en la pantalla como “El séptimo sello” o “Fanny y Alexander”, hablan de un ser metafísico profundamente atormentado, resultado de una niñez estricta bajo el carácter severo de un  padre pastor protestante el cual sembró en aquella alma sensible  traumas y fogosidades inflamadas.

 

 “El séptimo sello” es simbología pura en un relato angustioso, cuando se intenta indagar la razón de la existencia, escarbar en busca de raíces y dar sentido a la muerte perennemente injusta.

 

La historia es sencilla, del medioevo. Un hidalgo regresa después de haber luchado durante años en las Cruzadas. Al retornar se da cuenta de que su pueblo está siendo diezmado por la peste y allí está la Muerte reclamando a los vecinos las vidas que se va a llevar, siendo entonces que el caballero decide retarla  a un juego de ajedrez  con la pretensión de ganar tiempo y encontrar el sentido de la existencia antes de agonizar.

 

Tal vez al lector le parezca banal o no, pero esa película, vista en los postreros albores de la juventud, cuando la vida salía a raudales a nuestro encuentro, fue, más que un ramalazo o golpe seco y contundente, la certeza de que esas primeras páginas del libro “El amor, las mujeres y la muerte” de  Schopennahuer, leídas al trasluz de un entendimiento aún opaco, eran anillas atadas a nuestros sueños. Ni el amor se salvó.

 

“El séptimo sello” nos lo confirmó estrictamente. También lo desmenuzó. Veo, como he dicho, pocas películas. Hay años que ninguna. De la televisión, programas históricos o sobre la naturaleza. En ese aspecto he quedado varado cual barco hincado entre los furiosos acantilados de la pasión herida.

 

 Escribo y leo – poco de la literatura actual – al seguir clavado en los escritores que han hecho mella en las comisuras del espíritu. No son muchos: entre ellos Joseph Roth, Stefan Zweig, Imre Kertész, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Stendhal, Curzio Malaparte, George Steiner, León Tolstoi, Miguel Delibes y, por no hacer larga la lista, Marguerite Yourcenar.

 

No hay duda, nos hemos convertido en un arcaico lobo estepario. Esto suele suceder cuando se ha vivido mucho y a uno ya le duele, a decir del poeta de Orihuela, hasta el aliento. 

 



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