En contra de lo que escribía Ignacio de Loyola, los tiempos de tribulación dan buenas oportunidades para las grandes reformas. Si estamos con el agua al cuello, ya no caben contemplaciones y la propia necesidad empuja a salir del pozo, arañando las paredes si es preciso.
Es obvio que España atraviesa un laberinto de problemas y dificultades. Pero como más de una vez se ha comentado desde esta columna, no es la crisis económica, salvo el paro, la más difícil de resolver sino reconstruir las reglas de convivencia como nación y estado.
Cuando están resquebrajadas las cuadernas de la nave del Estado y abundan las vías de agua que amenazan la flotabilidad, ha llegado el momento de abordar los cambios necesarios para reconstruir lo deshecho y con una Carta Magna revisada propiciar una nueva organización del Estado, mínimo en su estructura, capaz de facilitar la convivencia de todos, incluidos los que se sienten incómodos.
Hasta los más conservadores opinan que nuestra Constitución de 1978 que, mejor o peor, nos ha servido durante treinta y tantos años, y que fue elaborada en momentos de gravísima tensión social, necesita reconstruirse, entrar en dique para asegurar que soporta nuevas singladuras. No es tiempo de maquillajes sino de concretar definiciones que eviten imprecisiones , especialmente en el Título VIII, que han transformado el Estado de las Autonomías en un disparate. Habrá que buscar soluciones para evitar la balcanización de España.
No va a ser fácil encontrar nuevas fórmulas para el diseño constitucional. Algunos se apuntan al federalismo y otras construcciones distantes, como el federalismo asimétrico de Carme Chacon, procedente de un PSOE desarbolado y que suena más como artificio electoralista y paliativo para calmar la disidencia de la “franquicia” catalana.
Pero lo grave de esa propuesta es que, sin conocer su contenido ni sus consecuencias, supone un nuevo ejercicio de aventurerismo político del principal partido de la oposición.
El federalismo es un cesto de frutos muy variados sin que haya coincidencia de estructuras. El sistema nació en los Estados Unidos de América y la fórmula se extendió en otras latitudes. En Europa tiene su mejor representación en países como Alemania, Suiza o Austria.
Los tratadistas dicen que una constitución es buena si el país prospera bajo ella. Los norteamericanos con su sentido pragmático han llevado a la práctica tal principio, no cambiando de constitución cada poco, como hemos hecho los españoles, sino conservando su texto original firmado en Filadelcia hace 236 años, con “enmiendas” que le han dado modernidad y estabilidad. Nosotros hemos tenido una docena de constituciones y cada poco las hemos convertido en papel mojado.
Puestas las cosas así, habría que meditar sobre si antes de poner patas arriba al Estado, no sería más prudente dar una nueva oportunidad a los dos grandes partidos, PP y PSOE, que si ya fueron capaces de pactar la reforma constitucional referente al déficit de las administraciones del Estado, para que continuasen por esa senda de “enmiendas” a la Constitución que permita reconducirla en su sentido original de Carta Magna para una sola Nación y distintas regiones y nacionalidades con autonomías no soberanas.
Dicho en términos muy claros; en tiempos de crisis, la mudanza salvadora sería respetar y cumplir la Constitución ”enmendada”, así como las leyes y las sentencias.