Macondo era un pueblo marcado por la soledad, la fantasía y el tiempo reprimido, en el que había unos gitanos vendedores de todo y un permanente cambalache de personajes en cuyo epicentro una mujer, Úrsula, era la representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de una historia interminable donde el amor envolvía cada acto de la realidad circundante en una ciénaga sexual y violenta.
Es el personaje de esa novela de Gabriel García Márquez parte integral de una ceremonia de iniciación esotérica, pues en esa trashumancia de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de pasión, locura y arrebatos, de tal forma que sus sueños son parte íntegra de la realidad.
Con éste equipaje sobrenatural y mitológico, alguien dijo con sapiencia que cada hombre, mariposa o criatura proteica de la novela, es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina de diáfana soledad.
Esas páginas son el rayo que no cesa, la historia de la Tierra en un santiamén, es decir, en un ciclo de cien años en el cual vamos de la prehistoria de la raza humana hasta el Apocalipsis. Y en medio se expande, más allá de sus propias posibilidades, la esencia femenina.
Con Úrsula uno entendió a la mujer igual a cadena invisible palpable y real, cuya razón de ser es legitimar la relación física y la descendencia según principios espirituales; también las esperanzas.
En medio de este tumulto la mujer ha tomado un papel inequívocamente de primera fila. Plataformas de la paz, ONG, círculos, colectivos, trincheras en los medios de comunicación o encabezando manifestaciones de todo signo, las madres, hijas o abuelas hoy se desdoblan en las mil facetas que evocan Úrsula.
Ahora bien, Úrsula es demasiada mujer y nos da miedo. Con una sola mirada se posesiona del cuerpo, piedras y alma. A tal razón, entre ella, la cándida Eréndida y Fermina Daza, uno se queda por afinidad afectiva con esta última, pues en ese relato nada onírico, río arriba y río abajo, en “El amor en los tiempos del cólera”, es donde la realidad deja de ser sublime y se humaniza de una forma extraordinaria, tanto, que uno siente estar los suspiros de ese romance sentimental construido de permanentes rechazos, separaciones y reencuentros.