Atendiendo a la invitación que en el punto álgido de la crisis se hizo desde La Moncloa a los ciudadanos para que aportaran ideas que coadyuvasen en un esfuerzo común para luchar contra el déficit público, nos permitimos proponer dieciséis medidas que en términos cuantitativos suponían un ahorro estimado de 35.000 millones de euros anuales y, en términos políticos, morales, éticos, de solidaridad y de ejemplo, no tenían precio.
Las medidas en cuestión, fueron remitidas al Sr. Rajoy a través de un escrito en formato “carta abierta”, que también fue publicado en varios diarios tanto digitales como escritos.
Obvio es decir que ninguna de ellas fue aplicada a pesar de que -y quizá por eso- respondían al más elemental sentido común.
No esperábamos otra cosa: las medidas iban dirigidas a la clase política, al sector público –más clase política-, al personal eventual –más clase política-, a los partidos políticos –idem, eadem, idem-...
De ahí que apelemos al poco usual término “decalaje” –en castellano desajuste- para titular este artículo.
Tal “decalaje” se da entre la clase política que predica y los ciudadanos que no pueden recoger trigo –de ahí, también, el refrán acuñado por el pueblo: “no es igual predicar que dar trigo”-.
Si al Gobierno se le proponen dieciséis alternativas reales, concretas, tangibles y evaluadas y ni acusa recibo, ni las aplica, ¿tiene el Gobierno la voluntad decidida y clara de corregir el déficit público con medidas que no recaigan en exclusiva sobre los ciudadanos?
La respuesta es rotundamente negativa.
Vivimos en una situación difícil, de crisis de valores y de retroceso del estado de derecho que sólo existe en el papel pero no se aplica en la vida cotidiana o, al menos no con respeto al principio de igualdad.
Hay multitud de ejemplos que lo certifican. Algunos son sangrantes. A saber.
¿Es coherente que en un auténtico estado de derecho se subvencione generosamente a los partidos políticos y que ese dinero de origen público dé un giro copernicano y retorne en forma de compensaciones y sobresueldos a quienes lo otorgaron, en su condición de responsables de los partidos, miembros del Gobierno, Diputados y Senadores, transformado ya en dinero privado en razón de la naturaleza asociativa de los partidos políticos?
¿En qué se diferencia esta operación del blanqueo de dinero?
Aquí, el dinero público se pasa por los partidos políticos que son asociaciones privadas y una vez transformado en dinero privado y, por tanto, compatible –es decir, una vez “blanqueado”- puede ser percibido por los mismos que autorizaron la subvención, simultáneamente con otros sueldos públicos, tengan estos últimos la consideración de tales, o de dietas y gastos de representación, excluidos en este último caso, por tanto, y para más INRI, de la obligación de tributar.
¿No es éste un modo torticero de maquillar compatibilidades?
¿No es ofensivamente vergonzoso que haya políticos que sumando retribuciones de aquí y de allá alcancen los 180.000 euros anuales, eso sí, totalmente compatibles, aunque todas y cada una de ellas tengan origen en el presupuesto público?
¿Pueden hablar estos políticos de crisis sin que les caiga la cara de vergüenza?
¿Sabe algo de crisis quien se mete en el bolsillo tal cantidad de dinero público por dedicarse a la política?
¿No son los políticos empleados que perciben sus retribuciones del presupuesto público?
¿Por qué, entonces, no se les aplica la ley de incompatibilidades?
Es una triste y flagrante aplicación de la ley del embudo: “para mí lo ancho, para ti lo agudo”.
Qué razón tenía Felipe González cuando afirmaba que “Hay que vivir para la política y no de la política”.