Retorna al ayer

Corre el mes de junio, caliente y húmedo.  Noches de lluvia: a veces, fina y persistente; otras, desbocada cual catarata.

 

Tardes de estío infantiles, pandillas de muchachos chapoteando en el mar, entre la arena y las gaviotas, buscando caracolas que acercábamos a nuestros oídos jurando escuchar el ruido de las olas.  Carreras alocadas por la orilla, para terminar zambulléndonos de golpe en las frías aguas de aquel Cantábrico que acunó nuestra niñez.

 

Llegó después la ardorosa juventud, cuando la playa era  el lugar desde el cual podíamos observar sin disimulo a las muchachas con menos vestimenta de lo habitual.  Era una época en España  -años sesenta del siglo XX-  en que la falta de libertades reales y la pacatería reinante hacían que la imaginación se desbordara mucho más allá de lo que la vista nos ofrecía. Y nuestros sueños febriles de entonces nos hacían poseer lo que no estaba al alcance de nuestras manos.

 

El paso de los años me alejó de las orillas.  Me volví viajero, que no turista, y así conocí ciudades, pueblos, caminos, parajes y paisajes  que fueron dejando sedimentos en el alma. Ahora,  sentado en el balcón de la vereda,  al escarbar un poco en ellos, puedo viajar sin moverme, y escoger con toda libertad el lugar donde desearía estar. Así recuerdo lugares tan dispares como Fez, París, Tai Pei, Nueva York, Curitiba, Roma, Buenos Aires, Tel Aviv,  Ginebra, Bogotá, Berlín, Marrakech, Viena o Belgrado. De todas ellas guardo un retrato más o menos preciso, pero indeleble. Han ido marcando mi existencia, y hoy las evoco como el destino de unas  vacaciones imaginarias.

 

 Vuelvo a pasear por sus calles, a sufrir las infinitas esperas en sus aeropuertos, a sentir el olor característico de sus campos en las distintas primaveras o el frío de las nieves de sus inviernos, a degustar panes y vinos, a admirar sus monumentos emblemáticos, a adivinar huellas por caminos polvorientos,  a dormir entre las finas sábanas de un hotel o a la intemperie al calor de una hoguera.  Y –¡cómo no!- a visitar sus librerías, a conocer a sus escritores, aquellos que las galantearon y las elevaron a la categoría  de  inolvidables, adornándolas a veces, por ese mismo amor,  de cualidades que sólo en su imaginación existían.

 

El interminable éxodo de la memoria me produce una nostalgia paradójicamente alegre.  Es el sentimiento de seguridad que nos invade cuando nos sabemos poseedores de un tesoro que nadie nos puede arrebatar.


Aún quedan muchos lugares a recorrer y depositar en  lo más profundo de la memoria, como un avaro colocando sus monedas en arcas ocultas, con el deseo de traerlos de vuelta cuando el hastío se empeñe en instalarse en nuestra vida cada vez más corta.



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