Somos lo que somos, por eso la mayoría de las opiniones que se manejan sobre esta feroz crisis se reducen a cuatro tópicos y dos recetas alternativas. Uno de esos tópicos es el de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, al que, con frecuencia, se suele retrucar con una afirmación individual: «Yo no he vivido por encima de mis posibilidades». Pues ustedes perdonen, pero yo sí. He tenido a mi servicio autovías y aeropuertos que no podíamos pagar, puedo disfrutar en El Musel de kilómetros de espigones para pescar o de explanadas para aparcar para los que tampoco había dinero, y, si continuamos aquí, en Asturies, dispongo de decenas de establecimientos culturales sin abrir por falta de medios o de carreteras que habrá que estar pagando durante muchos años. No importa que el abrir estas vías no haya sido decisión mía: ahí están para mi uso, si lo deseo. No importa tampoco que algunas instalaciones culturales estén infrautilizadas o no se hayan llegado a abrir. Se han levantado no pudiendo hacerlo o con escasa utilidad, pero con la finalidad de ponerse al servicio de todos y, desde luego, con la legitimidad que a quienes tomaron esas decisiones les daba el formar parte de la Administración y el haber sido votados —en muchas ocasiones por haber, precisamente, puesto en marcha esas obras— por sus conciudadanos.
No recuerdo yo tampoco haber acudido a solicitar préstamos bancarios, ni para ampliar un negocio que no tengo, ni para comprar un piso ni para pagar un viaje de vacaciones, una boda o una primera comunión. Pero sí lo han hecho empresas y personas que son mis compatriotas, y lo han hecho por casi dos veces todo el valor de los bienes y servicios que logramos producir en un año. Con ese dinero, en los tiempos de bonanza, se han creado millones de empleos, se han abierto hospitales y carreteras, se han subido los sueldos y las pensiones de forma continuada, se ha reclamado mano de obra forastera… ¿Para qué seguir? De una forma u otra, todos nos hemos beneficiado de ello.
Es cierto que en ese vivir por encima de nuestras posibilidades (diga lo que diga Wolfgang Schäuble, el ministro de finanzas alemán) hay dos niveles, el nivel absoluto, aquello que nunca deberíamos haber gastado, y el nivel relativo de la crisis, aquello que sí podríamos pagar en una situación normal, digamos, con dos millones o dos millones y medio de parados y una financiación a costos aceptables.
Pero esta reflexión nos puede llevar a otra, atingente esta al funcionamiento y comportamiento de las comunidades autónomas. En estos momentos existe un fuerte vendaval de opinión en contra de las autonomías, que sopla un poco más aun en Asturies que en otros lugares. Ese aire lo mueven el viejo prejuicio centralista y uniformista constitutivo de una parte muy importante de lo español —esto es, de los españoles— y un discurso social y mediático que en parte se funda en ese prejuicio, en parte se basa en razones objetivas motivadas por el despilfarro y, en una buena cuantía, en una batalla sin cuartel por solapados intereses económicos y de poder de todo tipo.
¿Es cara la autonomía? Es más cara, en principio, que no tenerla, pero ofrece a los ciudadanos una mayor calidad y unos mejores servicios. Fijémonos únicamente en el ámbito sanitario. Hace pocos años la presión de los ciudadanos consiguió que el tratamiento oncológico que se prestaba únicamente en la capital se desdoblase en Xixón. Evidentemente, el coste es mayor, pero la mejora para los ciudadanos es impagable. ¿Habría ello ocurrido si la sanidad dependiese de Madrid? Con seguridad, no. Y lo mismo sucede con varios servicios muy especializados que, de no existir autonomía, o habría uno solo en toda la Comunidad o habría que acudir al hospital de referencia estatal —fuera de Asturies— para recibir atención. ¿Existirían los hospitales de Les Arriondes y de Cangas de no haber autonomía? El primero, no, con toda seguridad, el segundo, dudosamente. Y lo mismo podríamos decir de muchos de los ambulatorios existentes en las distintas ciudades. La misma reflexión, sin duda, podría trasladarse —y los invito a que reflexionen sobre ejemplos concretos— a otros ámbitos, como el de la educación, los servicios culturales o los de la administración.
¿Es que, por otra parte, se puede ser tan inocente como para pensar que alguien en Madrid va a tener mejor conocimiento de nuestra realidad que quien tiene aquí su puesto? ¿Va a sentirse más concernido o compelido por las necesidades o exigencias de los asturianos? ¿Iría a actuar de igual manera la persona que, siendo aquí delegado de Madrid, debiese su cargo a quien lo nombra y no a quien lo vota? Y, en todo caso, nadie ha de ser tan ingenuo como para creer que el centralismo garantiza la igualdad entre todos. Como ocurría con Franco, con Prim, con Isabel II, con Felipe II, los poderes económicos y sociales siempre tendrán más capacidad de mover cosas hacia los territorios donde tienen intereses; las comunidades de más peso demográfico, económico o político siempre guiaran los presupuestos en su favor y en detrimento de otros; los partidos de ámbito estatal sufrirán tropismos de atención hacia aquellos lugares donde encuentren más votos o tengan que ganarse más favor.
Comento todo esto con mi trasgu particular, Abrilgüeyu, que se encuentra a mi lado echando sidra a su particular manera (Abrilgüeyu no levanta la botella en el aire: coge en una mano el vaso y en otra la botella y, sin un solo movimiento, hace volar, como un arco iris, la sidra por encima de su cabeza, desde el verde casco hasta el translúcido cristal), y le pregunto
—¿A ti que te parece?
Con un soniquete que parece importado de las tierras donde Alfonso II inventó el sepulcro de Santiago me contesta «breogánico modo»:
—Pues, por una parte, ya ves, y, por otra, ¿qué quieres que te diga?