Existen suturas en los cuerpos de las mujeres a las que uno ha ido seduciendo la mayoría sin ellas saberlo.
La juntura de la esterilización, la de la cesárea, las causadas en la violencia doméstica, y esa de la que ellas apenas hablan o acaso musitan, guarnecida entre de los senos tiernos y mansos donde quedó varado un amor como arpón ballenero traspasando el corazón vaciándolo de sangre.
Tantas heridas diferentes hay en los cuerpos de las hembras encalladas, como gotas de lágrimas en unos ojos cegados que mirar sin ver entre la espesa calina del aliento.
¿Y nuestras propias y recónditas cicatrices? Solamente cortas rasuras, roces de sueños frustrados, afanes hechos vapor, querencias disimuladas, ternuras no llegadas a cuajar en la mirada envuelta en brisa cálida, esperando el instante en que deberán enfrentarse a la existencia desarropada.
Cuando ese día llegue, y parece estar cercano, comenzaremos a registrar nuestras propias puntadas en el luengo pergamino del Debe y el Haber de la vida.
La existencia no es solamente la sensación de estar si nos atenemos a Martín Heidegger… “Ser uno mismo es cargar con la desdicha y la bancarrota del otro”.
Un día Pablo Neruda, regresando de su destierro en la Isla de Capri, hizo escala en Viena y visitó los aposentos del compositor Johann Strauss, hijo. En el libro de los homenajes escribió:
“Viejo vals, estás vivo latiendo suavemente no a la manera de un corazón enterrado, sino como el olor de una planta profunda, tal vez como el aroma del olvido”.
Uno sabe que en la subsistencia de todo hombre o mujer hay heridas aún no cicatrizadas, que si uno toca bajo el encanto de un vals imperecedero, a pesar de los años trascurridos, escuecen y punzan.