Sé que en alguna parte hay “un rumor de besos y batir de alas”, algo empujando las campanillas y los bejucos; por ello cuando estoy taciturno te recuerdo y todo parece nuevo, aún así parece un ramalazo del pequeño relato de Stefan Zweig titulado “El amor de Erika Ewald”, aunque la tragedia de la historia la padece ella, no el amado músico.
Hoy estas líneas son para ti. Nadie sabe tu nombre hecho de albahaca y perejil. Es nuestro gran secreto. Los senderos del parque de los Viveros, Valencia, lugar donde ahora encontré morada tras 40 años en tierra de la otra orilla del mar océano, celestino de nuestros devaneos amorosos, son fieles guardianes de esas cuitas.
Voy a tu lado despacio entre las hiedras y la arboleda frondosa, con miedo de que el tiempo nos entretenga y nos haga escuchar su canción de los alfóncigos en flor.
Todo en ti es savia, hasta tu sana y raudal desenvoltura, pero tengo un extraño presentimiento: te canso. Tus ojillos han comenzado a cerrarse y esa tierna cabecita de azabache que siempre me ha olido a heno y tomillo, quedará inclinada sobre mi brazo. Duerme un poco sentada en un banco de la rosaleda. ¡Qué bella estás con esos dos huequecillos formados al final de los pómulos rosados! Si es posible, sueña, y en ese tejer dulzuras deja algo para este ser que te hizo de un poco de trigo y hierbabuena. También con jirones de mi alma titiritera.
¿Escribo enredado? Posiblemente si.
Como siempre, al cerrar los ojos, de regreso a la antigua vereda que hemos dejado tras casi medio siglo – que largo, aletargado y pesado es el tiempo - , sigo viendo la calle solitaria, abandonada y fea de Caracas, a la que por costumbre con el tiempo comencé amar, y siento ahora, tan lejano de las aguas del Caribe, el cosquilleo ondulante de tu presencia invisible. Aún así, hueles a lavanda, hojas de albahaca, melisa, menta, laurel... todo, frutos de la tierra consentida, mis hierbas más secretas.
Ignoro la causa, pero he pensando hoy en “Tristano muere” de Antonio Tabucchi. El escritor italiano que, como uno, tiene obsesión de los ocres y azules de Toscana. Él asume esos matices fuertes más cerca, yo solamente por retazos perdidos. Uno sueña con tierras que conoce poco, y en este caso concreto el desliz es de Curzio Malaparte.
Algunas veces me he dicho, como Tristano, que no hay que leer ni escribir. Los escritores inventan demasiado, no reflejan la verdad o tal vez la autenticidad de la vida. ¿Quién puede expresar en palabras la amargura del sufrimiento o la soledad?
Tristano tiene razón, y no por saber, sino porque la muerte, su gangrena en la pierna ya carcomida le hace ver, escarbar dentro de sus propias entrañas… “de la vida es más lo que no recordamos que lo que recordamos”… Puede ser una sentencia fallida, pero encierra una certeza casi mística. El recuerdo nos disminuye y nos delata.
Siento un rozar de temor: La muchacha – demasiado criatura para mí - no lo sabe, pero un día también será olvido apasionado, se tornará sombra doliente y perejil en mis labios.
Será tal vez una nueva Erika con vida rutinaria y sin besos del joven violinista.
La vida – la propia querencia del amor – se vuelve con frecuencia muy anodina. Aún así no desearía de esta pequeña e insignificante historia un sentimental olvido.