No soy politólogo, tampoco estudioso de la conducta social; me considero meramente observador de la compleja situación de Venezuela, país en donde viví casi 40 años, y en el que - tratándose de una política irreflexiva sufrida en estos momentos - percibo variopintos aspectos de la retorcida conducta humana.
Al decir de Montesquieu, el padrastro de “El espíritu de las leyes”, – la madre sería la ley natural -, el principio de todo gobierno son las pasiones humanas: “El de la monarquía, el honor, y el del despotismo, el temor”.
Hoy poco lectores, tras haber leído “El espíritu…”, dejarán de sentir una impresión de asombro al ver cómo un libro que no lo es propiamente, sino materiales sueltos para una verdadera obra, haya podido alcanzar una reputación tan vasta.
Haciendo una hipérbole comparativa, sucedió los mismo con desaparecido Hugo Chávez, personaje al que el destino hizo una aberrante jugarreta: al impedirle ser un histrión de escenario con ramalazos de genialidad, se convirtió en un ser ofuscado, debido a que un pueblo ávido de hallar un “salvador” se topó con el soldado al que la lectura desordenada le llenó la cabeza de ventoleras y aspas de molino.
No hay enmienda: la historia es lo que es sin forma de cambiarla. No obstante pudiera hacerse algo: comprenderla, y en lo posible aprender de sus equivocaciones.
El inmediato presente está lleno de aprensión a menos de un año de las elecciones presidenciales, momento en que la responsabilidad general, si la hubiera, debiera liar los bártulos de esta ventolera e impedir que el torbellino imperante termine controlando fatalmente la sociedad.
Venezuela, tras 14 años de un gobierno autoritario y cada vez más implacable con las libertades, intenta a toda costa implantar el Socialismo del Siglo XXI, una entelequia que en opinión de Jerónimo Carrera, un histórico del Partido Comunista, “es una forma de engañar a incautos”.
El Comandante presidente antes de fallecer de cáncer en La Habana, tenía una obsesión enfermiza: ser coronado con el título de “Yo el Supremo”, y ante ello exclama cual monarca absolutista francés la frase atribuida a Luis XV: “Después de mí, el diluvio”. Incontestablemente se espera que no acontezca esa barbaridad patológica.
No vino la lluvia torrencial, pero si Nicolás Maduro, el nuevo Jefe de Estado con ideas marxistas y mucho menos preparado que Chávez en los referentes a la insensatez.
Un día sí y otro también, el nuevo “señor de los fusiles” arma espectáculos dantescos cuyas paradojas resaltan las analogías demenciales de las que hablaba Ramón del Valle-Inclán en “Tirano Banderas”. Es el Alfa y el Omega de las cabriolas lingüísticas, con un exclusivo catálogo de insultos, injurias, insolencias e improperios al por mayor contra la oposición democrática.
Y así, en esta seudo revolución incapaz de hace algo sostenible, a no ser la corrupción de los jerarcas de la nomenclatura, el país se cae a pedazos, se ahoga a la empresa privada, se importa el 68 por ciento de la comida, los pobres reciben limosnas –subsidios del gobierno, no trabajo-, mientras docenas de personas cada mes son asesinadas a mano del hampa, lo que hace que salir a las calles forme parte de una especie de “ruleta rusa”.