Siempre he pensado que el suicidio es una propuesta auténtica, un sentimiento trágico del alma. Don Miguel de Umanuno, cristiano recio, terco y heterodoxo, jamás lo hubiera aprobado por la simple razón de mantener vivo el espíritu y la lucha de Don Quijote, es decir, la locura de la existencia.
De “Memorias de Adriano” – antes “Meditaciones” de Marco Aurelio, y ahora, cercano a la madurez, releyendo “Memorias de ultratumba”, el último arrebato honesto ante de ingresar en la fosa, de Francois René de Chateaubriand - sustraigo el recuerdo caliginoso (por el doblamiento del propio tiempo) de Marguerite Yourcenar, para entender un texto cuya razón es tejer un itinerario puntual , como las nubes o las sombras ( sicut nubes…quasi nave…), es decir, la mortaja de la que siempre solemos estar revestidos.
La primera frase de la autora de “Cuadernos del Norte” ubicada en la conciencia de emperador Adriano, años antes de saber si terminaría el libro, es una frase desangelada garrapateada en un cuaderno escolar de rayas en 1934.
El andaluz de Bética está solo y mira los astros. Recuerda a Catón el viejo, el hombre de la guerra del Cartago y cuya sabiduría le hizo comprender los designios necrománticos de los arcanos del nirvana y saber que nadie es un destino, sino un fin perecedero.
“Empiezo a percibir el perfil de la muerte”.
La Parca no es un mal – en Antioquia conocerá Antínoo, su imberbe amante, y sabrá cómo la pasión es el olvido del yo – sino la conclusión de profusos tormentos. Aquí Yourcenar, igual a Feuerbach, comprendió que el mundo se construye de espacio y tiempo, pero Adriano llegó a más, supo, cuando salió de consultar a su médico Hermógenes, que uno solamente se desvanece de su propia muerte.
Años después, Heidegger, el hombre adherido al Nacional Socialismo de Hitler, anunciando el fin de la filosofía y el humanismo con el galimatías de que “todo ser es el ser. Y el ser es el ser”, nos dejó abandonados a otros miedos para estrellarnos sin remedio a esa abatida trayectoria existencial humana: el Holocausto.